miércoles, 2 de diciembre de 2009

Amor o soledad



Era de esos bienaventurados que tienen hambre sin avidez, y que aman sin afán de posesión, dispuestos a unirse unicamente. Y cuando de asuntos sociales y políticos se trata, a unirse sin sumarse. no pueden ser sumandos ni adherentes. El amor o la soledad sin refugio alguno. Amor o soledad, amor en soledad también, a pie descalzo por la via unitiva. Camino estrecho entre zarzas reflejamente ardientes, aunque sea de noche.
Estaba ya casado. No, no lo estaba todavía(mas ante mí, si que lo estaba). Le sentía sollozar calladamente por la esposa que había quedado en el pueblo con sus padres. Y más por no tenerla allí a su lado, por no estar él a lado de ella, junto con ella en su lugar de nacimiento. El era de Orihuela  no de otra parte, sin regionalismo ni pueblerismo alguno. Nunca le oí ponderar las excelencias de su pueblo, aunque bien daba a entender su belleza. Mas lo que contaba era que él, nacido allí, nunca iría más allá sobrepasándolo. era como un Tobías que soñaba volver, ya que la mujer la tenía, con el Arcángel y el pez del remedio. Y eso, ni aquel Madrid ni ciudad alguna de este mundo podía dárselo. Y así se me hace transparente su especie de declaracion pública en El Gallo Crisis, La Ciudad triste de Madrid en que aparece la imagen de una ciudad tan diferente de la que sabía yo que le había acogido. No pudo Miguel Hernández asimilarse a Madrid, por estar irrenunciablemente enamorado de su lugar natal y de los seres que en él tenía y que no hubieran cabido en aquella ciudad.
Y porque confundió quizá el amargo zumo del momento con el destilar de la vida madrileña. Y sobre todo, por esa hambre que sólo el amor total y al par inmediato que le habitaba podía aplacarse. Un amor que clama al cielo por todos y para todos.
Y así, su poema La morada amarilla, don precioso que me fué ofrecido, se me aparece como una sombra clara e indeleble, mas sombra al fin, como esas que se desprenden de una flor y aun de su sola fragancia, emanada de una vida en plenitud de ejercicio, y que ha de referirse a ella. Y temo que al ser leído sin la presencia viva de su autor, no transmita aquella su ansia de comunión, aquella incensante, imperativa necesidad de eucaristía compartida. Es decir, del reino, del reino de Dios aquí en la tierra. 
Andalucía, sueño y realidad.  María Zambrano

        entrada dedicada a Esteban Romero Fernández

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