lunes, 15 de julio de 2013

SÓLO PARA FUMADORES / 5ª entrega

Los escritores, por lo general, han sido y son grandes fumadores. Pero es curioso que no hayan escrito libros sobre el vicio del cigarrillo, como sí han escrito sobre el juego, la droga o el alcohol. ¿Dónde están el Dostoiewsky, el De Quincey o el Malcolm Lowry del cigarrillo? La primera referencia literaria al tabaco que conozco data del siglo XVII y figura en el Don Juan de Moliere. La obra arranca con esta frase: "Diga lo que diga Aristóteles y toda la filosofía, no hay nada comparable al tabaco... Quien vive sin tabaco, no merece vivir". Ignoro si Moliere era fumador -si bien en esa época el tabaco se aspiraba por la nariz o se mascaba-, pero esa frase me ha parecido siempre precursora y profunda, digna de ser tomada como divisa por los fumadores. Los grandes novelistas del siglo XIX -Balzac, Dickens, Tolstoi- ignoraron por completo el problema del tabaquismo y ninguno de sus cientos de personajes, por lo que recuerdo, tuvieron algo que ver con el cigarrillo. Para encontrar referencias literarias a este vicio hay que llegar al siglo XX. En La montaña mágica, Thomas Mann pone en labios de su héroe, Hans Castorp, estas palabras: "No comprendo cómo se puede vivir sin fumar... Cuando me despierto me alegra saber que podré fumar durante el día y cuando como tengo el mismo presentimiento. Sí, puedo decir que como para fumar... Un día sin tabaco sería el colmo del aburrimiento, sería para mí un día absolutamente vacío e insípido y si por la mañana tuviese que decirme hoy no puedo fumar creo que no tendría el valor para levantarme". La observación me parece muy penetrante y revela que Thomas Mann debió ser un fumador encarnizado, lo que no le impidió vivir hasta los ochenta años. Pero el único escritor que ha tratado el tema del cigarrillo extensamente, con una agudeza y un humor insuperables, es Italo Svevo, quien le dedica treinta páginas magistrales en su novela La conciencia de Zeno. Después de él no veo nada digno de citarse, salvo una frase en el diario de André Gide, que también murió octogenario y fumando: "Escribir es para mí un acto complementario al placer de fumar".
      El mutilado español que me fiaba cigarrillos fue un santo varón y una figura celestial que no encontraré más en mi vida. Estaba ya entonces en París y allí las cosas se pusieron color de hormiga. No al comienzo, pues cuando llegué disponía de medios para mantener adecuadamente mi vicio y hasta para adornarlo. Las surtidas tabaquerías francesas me permitieron explorar los dominios inglés, alemán, holandés, en su gama rubia más refinada, con la intención de encontrar, gracias a comparaciones y correlaciones, el cigarrillo perfecto. Pero a medida que avanzaba en estas pesquisas mis recursos fueron disminuyendo a tal punto que no me quedó más remedio que contentarme con el ordinario tabaco francés. Mi vida se volvió azul, pues azules eran los paquetes de Gauloises y de Gitanes. Era tabaco negro además, de modo que mi caída fue doblemente infamante. Ya para entonces el fumar se había infiltrado en todos los actos de mi vida, al punto que ninguno -salvo el dormir- podía cumplirse sin la intervención del cigarrillo. En este aspecto llegué a extremos maniacos o demoniacos, como el no poder abrir una carta importantísima y dejarla horas de horas sobre mi mesa hasta conseguir los cigarrillos que me permitieran desgarrar el sobre y leerla. Esa carta podía incluso contener el cheque que necesitaba para resolver el problema de mi falta de tabaco. Pero el orden no podía ser invertido: primero el cigarrillo y después la apertura del sobre y la lectura de la carta. Estaba pues instalado en plena insania y maduro ya para peores concesiones y bajezas.
                                                                                                  J.R.Ribeyro

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