viernes, 30 de agosto de 2013

QUIÉN SOY YO / de Bohumil Hrabal, 11ª entrega



Yo, cuando era joven, tenía muy buena imagen de mí mismo hubo un tiempo en que creía que estaría más guapo si me compraba un par de sandalias de correas estrechas, que entonces estaban de moda, y se me metió en la cabeza que las tenía que llevar con calcetines de color lila; me compré el calzado, después, mi madre me hizo los calcetines, y para estrenarlo todo había dispuesto una cita con una chica en la Taberna del Valle; aunque era un martes, sentía curiosidad para ver si la alineación de nuestro equipo estaba expuesta, así que me acerqué a la vitrina para examinar, antes que nada, el metal y la forma de su cerrojo, y sólo al cabo de un largo rato me arrimé lo bastante como para poder leer la alineación, que era la de la semana anterior, pero no obstante la leí una y otra vez, y es que sentía que con un calcetín y la sandalia del pie derecho había pisado algo grande y húmedo; una y otra vez leí la alineación de la semana anterior antes de ser capaz de mirar hacia abajo: tenía el pie hundido en una enorme cagada; en seguida desvié la vista hacia la vitrina para volver a leer los nombres de todos los once jugadores y el mío, que figuraba entre los suplentes, pero no había nada que hacer: al mirar de nuevo hacia abajo, mi pie seguía sumergido en aquella horrible cagada de perro; para remachar el clavo, llegaba la chica con quien estaba citado; me desabroché la sandalia para sacármela junto con el calcetín, lo dejé todo allí y tomé el portante; una vez en el campo, me quedé meditando sobre el destino y sus advertencias: tal vez el dedo divino me reñía por mi intención de convertirme en prensador de papel viejo para poder estar en contacto con los libros.
Ahora me acaban de servir otra jarra de cerveza y me la bebo de pie, junto a la ventana abierta, el sol me hace cerrar un poco los ojos; me digo, podrías dar una vuelta por Klárov, ir a ver aquella preciosa estatua de mármol del arcángel Gabriel, que es el orgullo de la iglesia, de paso examinarías también aquel confesionario fabuloso que el rector hizo construir con la madera de pino del baúl en el que habían transportado la estatua desde Italia, dulcemente cierro los ojos, no voy a ninguna parte, bebo cerveza y mentalmente me veo a mí mismo que, veinte años después de aquella desgracia de la sandalia y el calcetín lila, estoy paseando por las afueras de Szczecin, y en el mercado viejo veo a un hombre que vendía una sandalia derecha y un calcetín lila derecho, me habría jugado cualquier cosa que eran los que yo había dejado debajo de la vitrina de la alineación futbolística, me parecía que incluso era mi número, el cuarenta y uno, me quedé boquiabierto mirando aquella aparición, aquel vendedor que confiaba que en algún lugar viviese un mutilado con una pierna, la derecha, que calzase un cuarenta y uno, a quien un día le daría por salir de excursión a Szczecin para comprar una sandalia y un calcetín lila que harían resaltar sus encantos; al lado de aquel vendedor fantástico había una abuelita que ofrecía dos hojas de laurel, las sostenía entre dos dedos, y yo, embelesado, me di cuenta de que el círculo se había cerrado, mi sandalia y mi calcetín lila habían recorrido medio mundo para interponerse en mi camino como reproche.
(Una soledad demasiado ruidosa)

jueves, 29 de agosto de 2013

QUIÉN SOY YO / de B.Hrabal, 10ª entrega



7
Hoy desde el amanecer brilla el sol; como hago siempre que se acaba el agua mineral, pongo las botellas en la bolsa roja y en bicicleta me dirijo hacia la fuente. El sol pega fuerte, estamos en verano, voy descalzo, llevo pantalón negro de pana y una camiseta de importación que compré en Brno, azul, de color pez, en la cabeza un gorro de ferroviario que guardo desde los tiempos en que trabajaba en la estación de ferrocarril, un gorro como éste había llevado Stefánik, pero también Pétain, en Francia esos gorros de ferroviario estuvieron de moda, gorros negros con una cinta dorada y con un emblema. En el mío hubo una pequeña bandera tricolor, y es que cuando se acercaba el final de la guerra, las muchachas que trabajaban de telegrafistas nos cosían dentro del emblema pequeñas banderas checoslovacas. Ahora hace sol, estoy arrodillado delante de la fuente y abro las botellas de whisky, Ballantine y Bell, Thacher y Black and White, 69 Watt, después de haber llenado la primera botella tengo ganas de hacer pis, ya me lo sé, no hace falta que me cuente nada de sus perritos, señor Pavlov, no es necesario ir tan lejos, yo mismo le puedo servir como ejemplo del reflejo condicional, es suficiente con que el agua caiga dentro de una botella vacía y ya me tengo que vigilar para no hacérmelo encima, igual que un niño pequeño. Me voy al bosque y describiendo un amplio arco orino al lado de un precioso abedul, ¡perdóname, magnífico abedul! Y ya vuelvo a arrodillarme, ¡plaf!, el pie descalzo sobre la arena mojada y el barro alrededor de la fuente, voy llenando las botellas, otra vez oigo la llamada del reflejo condicional, ¡mil veces perdón, maravilloso abedul!
 
Estoy arrodillado cerca de la fuente de agua mineral que brolla eternamente de la tierra desde una profundidad de ochenta metros, desde un lago subterráneo; mientras los recipientes tienen las formas más diversas, el agua siempre es la misma, siempre deja una capa rojiza sobre el cristal; encima de mí se alzan los pinos de Kersko, el cielo es azul, por el camino principal, que parte los bosques como si fueran una espesa cabellera, pasan de largo coches, gente en bicicleta, el señor Major que es ciego y camina con su bastón blanco, acompañado por su perrito, yo me amalgamo con el chorro ruidoso, me convierto en él, desde el fondo de mí mismo una primera columna de agua se levanta hacia arriba, las partículas se abren camino y se precipitan hacia el cielo, partículas de oscuridad y de luz, una explosión vertical, el susurro de las burbujas y el regusto de los óxidos, veo mi pie descalzo, encima del cual, a la altura de la rodilla, el agua brolla de la pared, de un tubo que surge del muro de una casita, chorreo yo mismo dentro de las botellas que sostengo con los dedos. Hace años, el agua brotaba en un estanque donde se bañaban los terratenientes y las personas que padecían de reuma, quien quería agua para beber pagaba veinte céntimos, ahora es gratis pero el estanco está enterrado, ya nadie se puede curar el reuma en él, echado como en un balneario; allí cabían seis personas acostadas, no era nada pequeño. Cuatro kilómetros más allá, por el camino de Sadská, allí donde está aquella orgullosa y bella iglesia que construyó el mismo Dientzenhofer, había un auténtico balneario donde los pacientes se curaban con la misma fuente y con esta misma agua con la que lleno las botellas, y en el precioso balneario barroco de dos pisos había bañeras de madera de lárice, el propio Mozart se bañó en una de ellas; más tarde convirtieron el balneario en un restaurante que se llamaba Pequeño Palacio, pero después de 1948 lo derrumbaron para construir allí unas pocilgas, aunque delante mismo sigue habiendo aquella majestuosa iglesia barroca. Primero un balneario, luego el Pequeño Palacio, al final pocilgas, pero la iglesia es siempre la misma. Y yo saco el pie desnudo, mi pie desnudo, de la arena mojada... ¿A qué se debe esa ansiedad por caminar descalzo desde la primavera hasta el otoño? En la escuela, ya a finales de marzo, me quitaba los zapatos, tanto envidiaba a Sedlácek y a Zavazal, que no llevaban zapatos. Cuando era estudiante universitario me ganaba cuatro perras ayudando en la cosecha, y tenía la piel de los pies tan dura que parecía la suela de los zapatos, así que podía caminar descalzo sobre un campo de rastrojo como si nada, descalzo cargaba carros de trigo, descalzo subía con sacos llenos de grano por la escalera de caracol al granero, una vez arriba deshacía el nudo del saco y ¡pataplof!, qué gozo sentir cómo el grano se derramaba, cómo caía sobre el montón, qué delicia verlo a la pálida luz de la pequeña ventanilla en el techo del granero... Cuando era aprendiz de ferroviario y ya llevaba el uniforme y esta misma gorra que llevo ahora que estoy arrodillado cerca de la fuente, un día fui a pasear a la plaza mayor de la ciudad, en uniforme, pero sin zapatos, descalzo. La gente se volvía a mirar, yo estaba rojo como un tomate, pero seguía caminando descalzo, sudaba de vergüenza pero venga caminar, y es que caminaba encima de mí mismo, no lo hacía para asustar a nadie, no, me sentía como si fuera el rey del mambo, tenía la impresión de que algo como caminar descalzo por la plaza dejaría mi nombre grabado...
 
 
¿Dónde? Allí donde llegué a través de todo un túnel de tiempo y espacio, hasta aquí, hasta la fuente donde estoy arrodillado y me miro el pie desnudo y el agua mineral llena la última botella. A mi abuela le encantaba caminar descalza y lo hacía siempre: por el patio, en la viña, en el jardín de los manzanos, en el huerto cuando recogía judías, y el domingo, cuando íbamos a buscar un barril de cerveza con el cochecito de los niños, todo el mundo se quitaba los zapatos, la abuela y el tío, y puesto que era domingo, caminaban con los pies enfundados en unos calcetines. Cuando era pequeño, por la mañana me despertaba el ruido del agua que manaba de la fuente en que la gente se lavaba los pies, y al atardecer, antes de volver a su pueblo, otra vez, la misma ceremonia, sí, los campesinos de aquel entonces iban descalzos desde la primavera hasta el otoño. Y a mí siempre me ha llenado de orgullo imitar lo que hacía mi abuela y mis familiares y todos los campesinos de los pueblos vecinos...

miércoles, 28 de agosto de 2013

QUIÉN SOY YO / Bohumil Hrabal, 9ª entrega




6
De madrugada, bañado en sudor por el horror de algo desconocido, se me ofrecen imágenes que me llenan de miedo, pero también surgen otras que me curan. Esta noche no he podido dormir ni con somníferos, el único efecto que me han producido es el miedo al dolor de cabeza, que es su efecto secundario; toda la mañana me he sentido como si tuviera resaca. Pues bien, de madrugada se me ofreció una imagen... yo pasaba las vacaciones en los Tatras, con unos amigos, y un día nos apeteció subir en el teleférico a la cumbre de la montaña de Grúñ. Era verano, la mañana era más bien fresca y una cuerda muy larga, de la que colgaban las sillas, remolcaba hacia la cima un sinnúmero de figuras humanas, de jerséis y cazadoras de todos los colores, de rodillas desnudas, y como aún nadie hacía el viaje de regreso, todos los rostros vueltos hacia arriba y las siluetas inmóviles subían hacia la cima, de allí bajaban las sillas con el asiento plegado, de modo que se podía leer el número de cada una, los números iban disminuyendo, cada uno más bajo que el anterior, mientras las pequeñas ruedas chirriaban melódicamente, en cada poste había cuatro y en el que hacía tres había seis... 

 

De modo que subimos para quedarnos a comer y pasear hasta el pie de las más altas montañas, admirar las vistas de los valles de Vrátná Dolina desde los numerosos miradores y luego, a media tarde, bajar en el teleférico. A medida que íbamos bajando, las montañas crecían alrededor de nosotros, y a nuestro encuentro, a intervalos de tres en tres o en grupos más grandes, venían subiendo sillas con personas ceremoniosamente sentadas, casi todo el mundo miraba a los ojos del que venía a su encuentro, y los números de las sillas vacías que bajaban disminuían mientras los de las que subían crecía. Pero en esta primera ronda sólo me fijé en los rostros de las bellas muchachas, de los jóvenes, los niños y los ancianos... y al cruzarnos, todos bajaban la vista para volver a alzarla en el último momento y mirarnos un rato, una mirada fugaz pero tan profunda que aquel descanso se convirtió en un viaje extenuante, hasta el punto de que casi todos los participantes en ese viaje pendular de sillas suspendidas se sentían fatigados por el juego de miradas y trataban de evitar la mirada del otro, pero la fuerza del fluido que irradiaban los ojos podía más que nada, y el viaje era un vuelo surgido de los sueños, impregnado de esperanza, un flirteo de un orden más elevado, un paseo dominical por la plaza, un juego de miradas que debilitaba el cuerpo y excitaba el alma. Al llegar abajo, cuando el viajero liberaba la barra de seguridad de su asiento como si descendiera de unos caballitos de feria, un operario tuvo que ayudarnos a bajar de las sillas, poner el pie en tierra firme, viajeros extenuados hasta el punto de que las piernas no nos respondían, tan desfallecidos nos había dejado aquel juego de miradas... Y mientras tanto mi silla, aún tibia, dio la vuelta, ruidosamente, arrastrada por el mecanismo y su número, que al bajar disminuía aritméticamente, una vez en la base empezaba a adquirir valor numérico y ya se dirigía para acoger a un nuevo viajero, y yo, ebrio de tantas miradas humanas y tambaleándome, fijé la mirada cansada en un enorme contrapeso cúbico de hormigón, reforzado con barras de hierro, que con su fuerza de diez toneladas tensaba el cable que se dirigía desde el valle hacia arriba, hasta la cima del Grúñ... las vigas estaban pintadas de rojo, el cubo de negro, la pintura se pelaba y se entreveía el color del hormigón vertido. Después de aquella primera experiencia mis amigos no desearon sino volver a subir y a bajar en teleférico, cada día hacer de nuevo aquel viaje que tenía un no sé qué de erótico, aquel viaje melancólicamente bello, bello como un ensueño. El pintor Jan Smetana estaba tan maravillado por aquella ronda que parecía embellecido, y cada noche hablaba de aquella experiencia voluptuosa, de aquel lujo que nos permitíamos, de aquel sueño erótico que duraba veinte minutos arriba y veinte minutos abajo, a seis coronas el viaje. Y Jan Smetana me dijo, subiendo y bajando para saborear las miradas de las muchachas que ascendían al cielo, el verlas acercarse y alejarse sin podernos evitar, sin poder esquivar nuestros ojos ansiosos, como si paseásemos por la plaza mayor de una ciudad, donde las miradas vienen al encuentro y en seguida se buscan atrás... pues Jan Smetana me dijo en una de las últimas rondas que aquella experiencia le hizo pensar en una pintura de Rene Magritte, aquella en la cual llueven señores del cielo, todos iguales, vestidos con un traje de confección y un sombrero hongo... Jan Smetana me confesó un sueño... estaba plantado al pie del teleférico y no había nadie, las sillas subían y bajaban, y de repente llegaron sesenta Rene Magrittes y uno tras otro se sentaron en las sillas del teleférico y subieron, y Jan Smetana hubiera querido pintar el momento en el que el primero de los sesenta Rene Magrittes empezó a bajar al encuentro de toda la procesión, sí, le hubiera encantado pintar ese momento en homenaje a Rene Magritte... Y a mí, que tengo que tomar somníferos para poder dormir un ratito, por la madrugada me visitan imágenes, imágenes que me asustan pero a las que acabo dando la bienvenida porque no tengo más remedio, a mí un día se me apareció el teleférico de Grúñ, soñé una variación del sueño de Jan Smetana... nadie subía ni bajaba, las sillas chirriaban vacías, los números disminuían y luego crecían... y súbitamente vi a Goethe plantado en la cima de Grúñ, y a otro Goethe, con el mismo traje y de la misma edad, abajo, ambos se hicieron una señal y subieron a la silla, uno arriba y el otro abajo, ambos se acomodaron, vi cómo se acercaba el momento en que estarían tan cerca que se podrían dar la mano... y vi cómo pasaban de largo, al igual que le pasó a Goethe en realidad camino de Italia y su carroza topó con la que volvía de Italia, Goethe se había encontrado consigo mismo y anotó aquel encuentro insólito... Y en aquel momento en la madrugada yo fui consciente de que sería retribuido por el insomnio, por haber sudado, por el horror de tener, bajo los párpados cerrados, los ojos abiertos como margaritas, acechantes... 

 

Y volví a ver el teleférico abandonado de Grúñ, las máquinas estaban en marcha, las ruedas giraban, las sillas venga subir y bajar, los números ahora disminuían, ahora crecían, yo estaba al pie del teleférico y en cada silla me metía a mí mismo, empezando por el niño de americana roja y sombrero negro con plumas de gallo, luego vino un muchacho vestido de marinero, después un estudiante muy apuesto, todas las fases de mi vida durante sesenta años las fui metiendo una por una en las sillas que subían al cielo, en unas sillas marcadas con números crecientes, y una vez en la cima de la montaña, cuando el niño de la americana roja de botones dorados saltó al suelo, los números empezaron a disminuir en las sillas que bajaban... y entonces fui yo quien subió en la silla, yo, un viejo medio calvo con una sonrisa cándida, alcé la vista y vi cómo sesenta figuras masculinas subían al cielo delante de mí por aquella escalera de Jacob, vi las cabezas y las espaldas de sesenta momentos, uno por cada uno de mis años... y a medida que subía contemplaba cómo un niño de americana roja bajaba a mi encuentro, de repente vi cómo ambas procesiones de mi vida se cruzaban, y lo más importante era que a mí, un viejo, se me acercaba un niño de americana roja. Nos podíamos dar la mano pero no lo hicimos, sólo nos contemplamos y sí, sí, ahora era yo quien subía la escalera de Jacob y bajaba al mismo tiempo, mis sesenta años iban pasando y yo observaba aquella triste y exultante confrontación, la cremallera rota, los dos trenes que se cruzaban en una estación irreal, no veía nada que no fuera mi propio rostro, mi propia figura, me veía por delante y por detrás, crecía para volver a disminuir, y cuando, una vez en la cumbre, la silla del último de los yo dio la vuelta, vi que el camino por el que los yo se habían alzado al cielo estaba vacío, pero al pie un muchacho vestido de marinero acababa de bajar de la silla y saludaba agitando la gorra marinera... y así, cada una de las figuras, todas más jóvenes que yo, una por una bajaron de un salto, la cadena entera había bajado ya para perderse bajo los pesos gigantescos... y yo continué plantado allá arriba, el teleférico se movía, todo chirriaba y brillaba...

En aquella visión matinal vi a Jan Smetana que sonreía, contento, con los ojos cerrados, y yo le dije... Salir es nacer y entrar es morir... ha escrito Lao Tse... Y Jan Smetana asintió con la cabeza y dijo, te lo agradezco...
El teleférico de Grúñ, sillas de plástico color rojo coral, azul cielo, amarillo plátano, con los números negros pintados en los asientos y los respaldos...
Todo lo que se aleja vuelve.
El eterno retorno de lo mismo...
Todo surge de su contrario.
El teleférico de Grúñ.

martes, 27 de agosto de 2013

BESTIARIO ENDÉMICO: la hidra óptica



Imposible saber qué extraña mutación se esconde en este ser desprovisto de sentimientos, capaz de sostener una cantidad ingente de información visual en sus retinas, ocupadas constantemente de almacenar una información que no sirve para nada. Es una especialista en el manejo de móviles y ordenadores, los utiliza para tejer una compleja maraña de turbias especulaciones que acaban volviéndose en su contra. Cuando el volumen de todo lo que ve le satura acude al oftalmólogo. Lo frecuente es que fallezca el oftalmólogo, víctima de una psicosis postraumática. El índice de suicidios de oftalmólogos ha aumentado de hecho un 70% desde que la hidra óptica (octopus pupila) aumentó exponencialmente su capacidad reproductora, uniéndose al saponcio pilatos, que tras sus complicadas operaciones para ser extirpado del sagrado sapo al que se adhiere en sus genitales, se convierte en un individuo apto para el acoplamiento inopinado.

      Con un adecuado implante en la zona lumbar está siendo reclutada para las Brigadas de Vigilancia Intensiva de Morosos del Priorato de Uvas Calientes para que nadie se escape de pagar su hipoteca. Se lleva a morir con las señoras cíclope, no soportan que las miren fijamente con un sólo ojo, y como mecanismo de defensa se quedan muy quietas en el sofá, hasta que las señoras cíclope se levantan para ir a poner el té. Por descontado que son unos seres sin una conducta moral definida, no pueden centrarse en un objetivo concreto cuando salen del trabajo.

OTRA DEFINICIÓN DEL AMOR (lo de por sí más indefinible y bien que agradece quedar en ese error)

                                  



                                    La Gargantúa se devora al patético Pantagruel.

                                    No se bien si la historia fue así, pongamos que ella y él.

                                    Es curioso que no fuese un problema de medida
                                    sino como apuntaba Allan Poe en La esfinge:

                                    " la principal fuente de error de todas las
                                    investigaciones humanas se encontraba
                                    en el riesgo que corría la inteligencia,
                                    de menospreciar o sobrestimar
                                    la importancia de un objeto
                                    por el cálculo errado de su cercanía."

                                    Nothing is more real than nothing.

                                    (no conocemos al autor de este último verso).


lunes, 26 de agosto de 2013

CAMARÓN QUE SE DUERME



El dolor sordo de esta soledad no se compadece con el color ardiente que declina esta tarde. Me muerden amapolas el estómago, me muerden de una melancolía roja. Por querer agarrarme a un imposible que me arde aún de una manera ilógica y tardía. Pero el Guadalquivir sigue llevando sueños a Sanlúcar con una luz de siempre que potencia la vida, que la subvierte en sus líneas de sombra. ¿No lo estás viendo entonces, buen hombre? ¿Qué no hay nada que pueda sobornar esta belleza?

POEMAS PARA TIRAR A LA BASURA I

                                 


                                   ¿Pero sé contar hasta dos ojos
                                    y ver ahí la suma del mundo?
                                   ¿Pero qué hago aquí escribiendo
                                    en vez de estar en un andén de estación
                                    recogiendo cáscaras de caras
                                    para hacerme una máscara del desagravio?
                                   ¿Pero valgo acaso más
                                    que una sola de estas palabras
                                    que ahora me dan la vida?
                                   ¿Es que no es suficiente
                                    comulgar con la luna y las estrellas
                                    como los dulces burros de mi pueblo
                                    para que a uno lo maten por derecho?
                                   ¿Hacerse un hábito con parches
                                    de otras almas que andaban por los suelos?
                                   ¿Seré capaz de no tirar este poema a la basura?

                                    Poema no hay más que uno
                                    y a ti te encontré en la calle.







domingo, 25 de agosto de 2013

NO MOLESTAR



Siempre se ha pensado que las estrellas tienen puntas, no sé por qué, aunque en ocasiones veo las estrellas y siento punzadas en las sienes. Mirarlas y no saber nada de astronomía es una y la misma cosa. Al meter un pie en el zapato he sentido un pinchazo. Era una pelusombra lamiendo una estrella que había caído dentro. Me he puesto otro par distinto. Ellas buscan la felicidad así.




QUIÉN SOY YO / B.Hrabal, 8ª entrega



5
Ahora cuando me miro no sólo a mí mismo sino a los acontecimientos políticos del mundo, me doy cuenta de que el arte es su reflejo. Goethe mismo quiso ver a Napoleón y, sentado en su antesala en París, pudo comprobar que ante Napoleón no sólo temblaban sus generales sino que, antes de encontrarse cara a cara con el hombre que había sacudido Europa, también él temblaba. Beethoven estaba tan entusiasmado con Napoleón y las ideas que éste ponía en práctica, que en su honor escribió la sinfonía Heroica. Poco importa si la hizo jirones cuando Napoleón se hubo proclamado emperador. El Manifiesto comunista de Marx se encontró reflejado en Mallarmé, que completó la frase de Marx «cambiar el mundo» con la divisa poética moderna «cambiar las palabras». Y hay que añadir que Rimbaud, el año 1871, llevó a término una revolución de cuyo alcance era perfectamente consciente, y me parece que no sólo en la forma sino también en el contenido de su arte; los impresionistas arrancaron la mitología del mundo burgués. Hicieron la pintura más humana, la acercaron al hombre corriente, alabando las capitales y las muchedumbres que llenan sus calles. Creo que con su naturalismo Zola purificó el mundo clásico hablando a favor del huomo qualunque. Y Vincent van Gogh y Toulouse-Lautrec y Gauguin simpatizaron con la transformación de la ideología burguesa en democracia. Me parece que Hojas de hierba, de Walt Whitman, apareció más o menos en el mismo año que El manifiesto de Marx, y diría que Las flores del mal de Baudelaire van estrechamente unidas con el final del arte clásico que dio paso a la poesía de la vida cotidiana hasta tal punto que le acusaron y condenaron por haberse tomado demasiada libertad en su expresión poética. Creo que con su cubismo analítico Picasso hundió la poética burguesa clásica, aunque más tarde con frecuencia volvió a ella. Y he aquí Edvard Munch y Egon Schiele y los dadaístas que pusieron en práctica la consigna de Mallarmé «cambiar las palabras», y la de Rimbaud: «cambiar la vida», y la de Marx: «cambiar el mundo». Y he aquí que el grupo poético de los surrealistas participó, durante poco tiempo pero profundamente, en la transformación revolucionaria del mundo: posiblemente en aquella época nadie como los surrealistas iban más estrechamente unidos a Marx y Lenin y Trotski y su revolución permanente. Me parece que incluso yo mismo he participado en la ley del reflejo de las ideas políticas y los acontecimientos políticos, y mucho más de lo que suponía. El mundo perfumado, ese libro que Teige escribió como manifiesto del poetismo, ese libro que en 1936, cuando me empezó a interesar la poesía, era la Biblia para mí, pues ese libro también estaba influido por el concepto de modernidad de Mallarmé y de Rimbaud.

sábado, 24 de agosto de 2013

QUIÉN SOY YO / Bohumil Hrabal, 7ª entrega



3
Sólo ahora sé que la setentena, cuyo aliento ya percibo en la nuca, conlleva la esclerosis natural y la esclerosis artificial, sólo ahora, cuando ya hace cuatro meses que mi mujer se ha jubilado y por lo tanto se queda siempre conmigo, sólo ahora conozco el infierno que uno ha de soportar.
No debo marcharme, eso sería demasiado fácil, demasiado barato, como cien gramos de salchichón a tres coronas cincuenta, es necesario hacerse cargo de ello, asumirlo, escuchar a mi mujer, oír todo lo que dice y al mismo tiempo no abandonar los propios pensamientos, nunca, en ningún momento, antes tenía tiempo libre y no lo valoraba, tiempo sólo para mí que malversaba inútilmente como un heredero que echa la casa por la ventana.
La esclerosis natural no me preocupa porque si tuviera que recordar todo lo que he leído, vivido, experimentado, todos mis textos de escritura automática y mis estúpidos collages, estaría para que me ingresaran en un manicomio, y es que si el cuerpo, por medio del sudor y de la defecación se libra de los restos de comidas y bebidas, la memoria al final hace lo mismo: existe un mecanismo que borra todo lo que no es esencial, todo lo que le hace daño al cuerpo. Y sólo con pensar en la dulzura de los rayos solares sobre la piel, y en ese estado magnífico que aportan los cambios de la presión barométrica, en aquellas afasias en las que uno se queda como fulminado y aunque le maten no recuerda palabras tan banales como mesa, silla, su número de teléfono o el nombre de pila de su amigo...


A veces esa naturaleza esclerótica mía me toma por sorpresa, me parezco entonces a los viejos que, atontados, se sientan en un banco de pueblo, a menudo en verano me quedo contemplando mis pies desnudos, me maravillan mis dedos, sobre todo los dedos pequeños medio rotos y dislocados, otras veces abro las manos y las miro como si las viera por primera vez. Lo hago así cuando me abandona la esperanza, la esperanza de cualquier cosa, de cualquier cambio, aunque fuese sólo ambiental, entonces miro las agujas del reloj cómo se desplazan poco a poco, cómo llegan a marcar la una y cinco minutos, entonces presto atención para ver si me abandona ese dolor en la nuca, si me abandonan el miedo y la angustia. Antes saboreaba esa especie de imbecilidad provocada por el cambio de tiempo o por la resaca, saboreaba ese estado, espantoso y bello al mismo tiempo, pero hace ya más de cuatro meses que mi mujer está en casa, ella que en el fondo de su alma femenina odia todo lo que a mí me gusta. A mí me encanta no comer nada a la hora del desayuno porque si tomo algo sólido, mi cerebro se llena de comida y no se presentan aquellos pensamientos chisporroteantes tan propios de mis antiguas mañanas, posiblemente provocados por la sensación de hambre o por el café matinal acompañado por tres cigarros muy fuertes; sólo el café y los cigarros me despiertan a la vida tras una noche de insomnio, y todas lo son, tras esas mañanas en las que he perdido las ganas de vivir, de estar en el mundo, y todas son así; el primer cigarrillo me despeja, el segundo me da náuseas y con el tercero palidezco hasta perder el color, pero ése es mi ceremonial, mi ceremonia matinal, mi misa, sorber el café y fumar ansioso como quien fuma en la cárcel, rápidamente... Así solía fumar, y acompañaba los cigarrillos con traguitos de café, miraba por la ventana sin ver nada, sin procurar nada y así llegar a la situación cero, no pensar en nada, escucharme a mí mismo por si aparecía algún tema, por si algo surgía en la superficie como una mancha en un estanque, algo del almacén de mi pensar, sentir, errar, algo que emergiese, una primera frase con que empezar a deshilachar el gran jersey del texto, pues escribir es para mí tomar el primer hilo del que sé que, apenas enhebrado en la máquina, me pondré a escribir de prisa y no podré parar hasta haber deshecho todo el jersey del inconsciente... Aquéllos eran los buenos tiempos, una época de lujo. En cambio, ahora por la mañana mi mujer me sirve una pasta o una rebanada de pan untada con mantequilla, me mira con expresión severa y de vez en cuando dictamina: Tomar café y fumar en ayunas es lo peor para la salud... ¡Acuérdate que no me quiero quedar sola!... Y le brotan las lágrimas ante la idea de que yo esté a punto de morir y ella tuviera que quedarse sola. Además, ahora mientras fumo ya no miro a lo desconocido porque cuando lo hago ella me grita: ¡No te quedes así como un bobo! Y a mí se me pasan las ganas incluso de tomar café y de fumar, hace cuatro meses que mi mujer me ha cortado todos los hilos. Y como si eso no fuera suficiente, me llena, me embute el tiempo de infinidad de tareas que debería cumplir: ir de compras, esperar por la tarde al limpiacristales, no vagar como un desgraciado y mirar de pintar el comedor, ir al dentista y al sastre, lavarme las manos al salir del lavabo, lavarme los dientes cada día, cambiarme los calzoncillos, no mirar como un pánfilo, cambiarme la camisa más a menudo porque si las llevo hasta que huelen como una pocilga, entonces no hay quien las lave... De modo que además de las manchas en el sol, del tiempo cambiante, de la cercanía de los setenta, de la esclerosis natural, además de todo eso también está mi mujer, muchas veces la interrogo para saber si no ha tenido algún hijo que hubiera dado a educar en alguna parte, porque, digo, qué maravilla sería si pudiéramos tener aquí sus hijos, a lo mejor ya casados y con niños, y así ocuparnos de los nietos, mi mujer sería la mar de feliz, yo les iría pasando dinero y lo mandaría todo al cuerno. Pero ni mi mujer ni yo tuvimos un pecado de juventud palpable, ella está sola y yo también... Así que mi mujer no tiene a nadie de quien ocuparse, sólo de mí, me quiere educar y además me pide que la distraiga, que la lleve al cine, al teatro, que le presente gente...


mientras que yo no tengo ningún deseo aparte de quedarme solo. Y yo tengo que estar solo, así lo quiero, ¡tendré que encontrar la soledad dentro de mí mismo! Y si Jirí Mucha pudo escribir toda una novela, Sol frío, en la cárcel, pues por qué yo no podría seguir escribiendo como cuando mi mujer trabajaba, qué me impide alcanzar una soledad exclusiva, taparme los oídos, saber encerrarme en mí mismo, aprender a hacerme el sordo, el mudo y el ciego, como escribí en uno de mis textos, insistiendo en la soledad ruidosa en medio de los bebedores de cerveza... Ahora tendré que comenzar a vivir como los protagonistas de mis libros, en medio de la familia, de la multitud. ¡Aquí estoy, delante de la máquina de escribir! Tengo el hilo inicial, sólo hay que tomar la cuchara para intentar trasladar el mar entero como el niño de San Agustín, estoy sumergido en la oscuridad, mirando por el ojo de la cerradura una habitación iluminada más allá, al otro lado de mis ojos. La belleza de escribir está en que nadie te obliga a hacerlo. Y yo, a estas alturas, siento que escribir es mi cura, mi sanatorio psiquiátrico... y mi consultorio sentimental.

viernes, 23 de agosto de 2013

BESTIARIO ENDÉMICO: el saponcio pilatos

En las vastas regiones sin aurora de las praderas de Tulandia llueve a mares en verano, y se forman suculentos charcos donde se ha ido desarrollando esta curiosa variedad de anfibio, especializada en la usura moral, económica y amorosa, denominada saponcio pilatos (jabonosus ranae). Se conoce que con el recalentamiento de los charcos y la proliferación acuciante de gérmenes antropomórficos, esta bella variedad de sapo ha desarrollado en sus genitales un tipo de vida superior que por el momento ha sido calificada, con muchas reticencias por parte de la comunidad científica, como homínido de buen ver. Parece ser que tiene unas dotes excelentes para acumular dinero y pensar por sí mismo, pero, como quiera que todos sus pensamientos pasan finalmente (vía órganos reproductores, estómago, pulmones y cerebro) a través de su verdadero propietario que es el sapo, sus excepcionales cualidades quedan ostensiblemente mermadas.

    Está estudiándose con sumo detenimiento la posibilidad de extirpar de los genitales del saponcio (animal sagrado en Tulandia) esta excrecencia de tan inmejorable aspecto que amenaza gravemente con suplantar a la especie principal. Esto traería pingües beneficios para toda la sociedad, ya que el cerebro de estos homínidos adláteres está compuesto por una sustancia muy apreciada en cosmética femenina denominada matería gris. Con ella se fabrica un jabón para la higiene íntima de las Tulandiosas, que como a nadie se le oculta, son muy coquetas. Además se lo puede utilizar como amante. No da un ruído.

QUIÉN SOY YO / de Bohumil Hrabal, 6ª entrega



2
He aquí un hombre que no es él mismo; inmóvil, contemplo Praga desde lo alto, delante del monasterio de Strahov, a mis pies se extienden los jardines del Seminario, en el fondo está la catedral de San Vito, el Castillo. Aquí estoy yo, casi calvo, la frente arrugada donde lo llevo todo, como un soldado romano. Profundas arrugas en las comisuras de los labios y la boca que se me hunde por los dientes arrancados y la prótesis. Los ojos también se hunden, de dormir poco y de beber en exceso.
Mi cerebro es la nuez de Cenicienta, en vez de vestidos tengo ahí toda clase de trastos viejos, de situaciones límite, de carambolas, de fisionomías, de fragmentos de frases, de acontecimientos, viejo trastero que agota mi cabeza, a punto de reventar. Camino como un palo de telégrafo porque me han sacado seis vértebras cervicales. Me gusta la soledad ruidosa, el grito silencioso, las pistas de tenis. Llevo un polo a rayas horizontales, que me compré una vez en Nuremberg, al salir de la bodega del ayuntamiento donde había tomado cerveza de trigo que chisporroteaba como si fuera champán. Encima del polo llevo una cazadora Burberry, cuando la vi en Chipre no lo pude resistir y la compré. Llevo el cuello levantado, en la mano tengo el volumen octavo de la Historia del Arte de José Pijoan, y la cremallera de la cazadora está abierta hasta abajo. Chulo. Detrás de mí se alza el Castillo real, y me repito los nombres de los que desde él reinaron: los príncipes de Bohemia, los reyes de Bohemia, los Habsburgo, los presidentes de la república, Hitler, más presidentes, luego Jruschov y Breznev, toda una amalgama acumulada en mí; añadamos a eso la sangre francesa que circula por mis venas, y es que un soldado de Napoleón, herido en la batalla de Austerlitz, dejó embarazada a una chica de Moravia, una de las mujeres que le arrastraron a su casa para curarle. Y a juzgar por los pómulos salidos, pertenezco a los habitantes de Moravia, porque los ávaros, los tártaros y los magiares dejaron embarazadas a las mujeres y las hijas de Moravia... Y ahora estoy aquí, con los ojos como platos. Clarísimo, este país es demasiado bonito para que pase desapercibido a los ojos de sus vecinos; durante el tiempo que llevo aquí, he recorrido no sólo mi propio destino sino también el de este pueblo, invadido por el ejército soviético como hace miles de años por el renacimiento otoniano. No hay nada que hacer, es mejor pensar que todo está bien. Mi bisabuelo, descendiente del ejército francés, solía emborracharse a tal extremo que pocas veces llegaba a casa, prefería la cuneta. Sólo abandonó esa costumbre después de que mi abuelo Tomás y su hermano intentaron ahogarle. A una tía lejana le gustaba hablar en alemán, un primo lejano cayó delante de Stalingrado con uniforme del Reich. A mi abuela Kati, cuando se casaba, le nació su hermana. Su hermano mayor, Methud, insultó a su madre porque le parecía de mal gusto tener hijos cuando casas a una hija. Los dos hijos de Methud nacieron mudos. Él empezó a rezar creyendo que los hijos mudos eran un castigo por haber insultado a su madre. Cuando fueron mayores, sus hijos mudos entraron en un seminario para dedicarse a la venta de hábitos clericales. Una prima, Milada, se enamoró del hijo de un carnicero que, como segundo hijo, fue obligado a estudiar teología para convertirse en sacerdote, pero, al morir su hermano mayor, al casi sacerdote le llamaron a casa para convertirlo en carnicero. Pero nadie habría dicho que fuera carnicero. Milada se casó con él y le ayudaba en la carnicería hasta que llegó el Ejército Rojo; entonces se hizo comunista, a partir del cuarenta y ocho fue gerente de una empresa nacionalizada y no quiso saber nada más de la carnicería. Ése, pues, es un pequeño fragmento de mi ramificadísima familia. Durante la guerra, mi primo Václav cantaba en la ópera alemana. Después se hizo miembro del partido. Éste es un trozo de mi familia y de hecho un trozo de mí mismo, como lo es el destino del Castillo de Praga, y el destino de un país que, por ser tan bonito, siempre ha sufrido invasiones o amistades teñidas de sangre de parte de sus vecinos más fuertes que quisieron hacerlo suyo. En el año treinta y nueve, cuando el país se llenó de alemanes, invité a casa, totalmente borracho, a varios soldados jóvenes que no encontraban alojamiento. En el cuarenta y cinco, al llegar el Ejército Rojo, traje a casa a dos o tres soldados soviéticos que se instalaron allí hasta recibir la orden de retirada. Ése también soy yo. A cualquier persona que me viene a ver, a cualquier persona que encuentro, la escucho y le hago caso hasta olvidarme de mí mismo. Así, escuchándola, muy pronto estoy de su parte. Y no me doy cuenta de lo que acabo de hacer hasta que ya es demasiado tarde. Sólo entonces despierto de mi atontamiento. ¿Es una ventaja? ¿O más bien un error? Yo soy quien soy, o más bien soy los demás, todo lo que se halla fuera de mí. No soy sino una máquina fotográfica, una cinta magnetofónica. Y después, guiado por ese manual autodidáctico mío, recorto sólo mis imágenes, mis palabras. El mejor personaje que hay en mí, mi manual, mi maestro, me aconseja hacer caso a los que quería de pequeño y más tarde en mi juventud. Las personas a quienes les falta un tornillo, las personas corrientes sin ningún trabajo especial, los perdedores, los que están en el margen del abismo de donde no hay retorno, los niños y las chicas guapas, la gente que vive en chabolas y en viejos vagones reformados, las personas sin demasiada formación y que tal vez por eso prefieren las cosas corrientes y las conversaciones de cada día, las personas que no tienen nada más que el honor y el saber avergonzarse, balbucear, cometer una plancha tras otra y dar pasos en falso y, cuando alguien les mira directamente, enrojecer como una gamba, la gente que sabe cultivar nabos y patatas en el huerto de su casa y que sabe engordar un cerdo...


Es en esa clase de gente en la que ahora pienso, plantado delante del monasterio de Strahov, enfundado en un polo a rayas comprado en Nuremberg y en una cazadora de color azul marino desabrochada y con el cuello levantado como se lleva hoy en día, con un libro sobre arte moderno traducido del castellano en la mano, mientras por mi sangre circulan partículas de franceses, magiares, tártaros y ávaros... Y contemplo mis zapatos, son marrones, perforados, comprados en Larnac, en Chipre, allí mismo donde nació Zenón de Citio, fundador del estoicismo, y en vida del cual los griegos traspasaron su imperio a los romanos, traslado imperii, y Zenón, si no quería amargarse la vida, no tuvo más remedio que convertir la derrota en triunfo, vivir a costa de quien reinaba entonces y, con la vista puesta más allá, compartir los sufrimientos de su nación, que eran los suyos propios. Estoy plantado aquí, diez arrugas coronan mi frente, estoy de pie como un viejo San Bernardo y miro a lo lejos, muy lejos, hacia mi infancia, hacia el alba de la historia de este pueblo, y es de eso de lo que ahora vivo...

jueves, 22 de agosto de 2013

QUIÉN SOY YO / de Bohumil Hrabal, 5ª entrega



Cuando estudiaba en el instituto ya podía beber cerveza, y allí donde íbamos yo era el primero en hacer publicidad de la cerveza. No paraba de empinar el codo y decía en voz alta, ¡Caramba!, ¡qué cerveza!, y vaciaba una jarra tras otra con tanto gusto que no sólo el tabernero sino incluso todos los clientes quedaban maravillados... Así pues, rondábamos por las tabernas, yo bebía cerveza por todo un regimiento y siempre tras la tercera jarra empezaba a hablar por los codos; donde más nos gustaba dejarnos caer era en la cervecería de Vodvárka; y es que el señor Vodvárka era un personaje extraordinario, siempre desenfadado, no había nadie como el señor Vodvárka, era el número uno. Cada vez que venía a vernos, a mi padre se le ponían los pelos de punta: su llegada significaba tener que ir a Praga y una vez allí, directamente a Smelhaus, sí, el alma se le iba detrás de esa cervecería. En cuanto entrábamos, el señor Vodvárka pegaba un billete de cien coronas en la frente del violoncelista, de manera que, la próxima vez, apenas aparecíamos en la puerta, los músicos ya tocaban una polca animadísima... Una vez acomodados, mi padre no cesaba de recordar que ya era hora de irnos, pero el señor Vodvárka no paraba de girar como una peonza, sonriendo y lanzando sus chistes en todas direcciones; mi padre estaba triste porque no podía beber demasiado, tenía que conducir, primero la moto y luego el coche, y cada vez que íbamos a Praga el señor Vodvárka decía, pararemos un momentito en Smelhaus... y siempre salíamos a la hora de cerrar, acompañados por los músicos, que tocaban para nosotros incluso en la calle, y al rayar el alba el señor Vodvárka nos hacía parar en un pueblo a medio camino de casa, despertaba al tabernero y pedía cerveza y café, también despertaba a los músicos para que tocaran para nosotros, y llamaba a las ventanas de todas las casas del pueblo por si los habitantes nos querían acompañar y divertirse con nosotros, y mi padre se sentaba como una estatua sin dejar de mirar el reloj y murmuraba que al cabo de un par de horas tenía que estar en la oficina de la fábrica de cerveza... Cadenas enteras de tabernas y cervecerías y bares y restaurantes frecuenté de pequeño, de adolescente y de adulto, en mis numerosísimos y variadísimos empleos...

Ahora, pues, estoy sentado en El Tigre de Oro, sonriendo, durante todo ese rato no he oído nada ni a nadie, como si me encontrara solo en medio de un bosque en calma; sólo oigo al señor Ruis que cuenta... Al llegar a Copenhaguen, en el aeropuerto nos esperaban dos coches, era la primera vez que aceptábamos una invitación sin saber quién nos invitaba, quién tenía que pagarnos aquellos honorarios verdaderamente dignos de un rey. Los coches atravesaron la oscuridad, salimos de Copenhaguen, dos señores, cada uno en un coche, vestidos con smoking, tranquilos, nos acompañaron hasta un gran edificio, se abrió una puerta enrejada y los coches entraron en el patio por los barrotes en las ventanas supimos que estábamos en una cárcel. Luego nos llevaron a un banquete presidido por el director de la cárcel, para, más tarde, tocar delante de los prisioneros que abarrotaban la capilla... Interpretamos un concierto de Dvorák y el cuarteto De mi vida de Smetana, y mientras sonó la música reinó un silencio tan absolutamente sepulcral que nos dimos cuenta de que nunca habíamos tenido un público como aquél; al final nadie aplaudió, todo el mundo permaneció sentado inmóvil, profundamente emocionado por la música, nos levantamos e hicimos reverencias, pero los presos nada, continuaron con la cara entre las manos... aquél fue el mejor público que nunca hemos tenido, comparable sólo con el de Oxford, donde tocamos el año pasado y todo el mundo vestía de frac, elegantísimo, y cuando acabamos de tocar Dvorák, Smetana y Janácek, los oyentes se limitaron a levantarse en silencio, las camisas blancas lucían dentro de sus fracs, nosotros delante de ellos, también de frac, hacíamos reverencias, ya nos íbamos, nos volvimos y el público nada, tan afectado estaba, aquella vez también tocamos el cuarteto que Dvorák escribió a la muerte de sus hijos, y De mi vida de Smetana, y un cuarteto de Janácek, tan profunda es la música, nuestra música, que tanto en Oxford como en la cárcel de Copenhaguen los oyentes no se atrevieron a romper la unión mística ni con un solo batir de palmas. Señores, ¿qué es la música en el fondo, qué es lo que tanto nos conmueve en ella? De hecho nada... o sea todo... Eso dijo el señor Ruis y todos nos sentimos tan emocionados que preferimos esconder la cara en las jarras acabadas de llenar.

miércoles, 21 de agosto de 2013

¡Oh, incomparable amiga.../ de Arturo Alcayaga Vicuña





¡Oh, incomparable amiga de trigales, ah!

De cuando en cuando, y por si acaso,

yo hundo en tu medusa mis patillas de sarmiento,

y en mi mugrón de piedra te conmuevo,

hasta refregar mis besos en tus besos,

como dos hélices de carne

con lenguas de erizos al final;

empapándote en suburbio y testimonios,

sangrando tus terruños, dueño de gelatinas y de hongos.

Tú, desmayada de hospitales y de hojas,

tú eres la adorable adláter ad honorem, como siempre, ahogada en sastrerías.





"Las Ferreterías del cielo" - Arturo Alcayaga Vicuña - Ediciones Galaxia -Chile - 1955
l

CROMATISMOS



La convención anual de pelusombras no se reúne en un palacio, ni en el orfeón de arias tristes, ni siquiera en un estadio olímpico, donde podrían muy bien por cierto subsanar su intimidad doliente corriendo alegremente los cien metros obstáculos. Las pelusombras no sirven para nada, y aparecen siempre como si tal cosa, a reclamar un puesto en la memoria de los niños. Es así que pasan a exhibir sus variados colores. Una pelusombra no es un osito de peluche. Habría que pedírselo.

Convención internacional de pelusombras: se celebra en los ojos de un niño.


Ya no andabas conmigo...







                                        Ya no andabas conmigo.
                                        Si no te digo nada no reparas
                                        en la tibia marisma lacerada
                                        por las últimas luces de la tarde.

                                        Y cuando la miraste
                                        tu cara reflejaba su inconsciente pureza;
                                        libremente vagaste a tu libertad
                                        por alguien que no amas.
                                        Libertad entregada, despreciada en la puerta
                                        como espejo doloso de mi vida.

                                        Ya no andabas conmigo
                                        ni yo era yo,
                                        sino un hombre sin sombra
                                        enamorado de tu hermosa ruina.
                                        Ya me arranco este nudo en la garganta
                                        ajustándome el trago en la solapa.
                                        


martes, 20 de agosto de 2013

QUIÉN SOY YO / de Bohumil Hrabal, 4ª entrega



Soy de esas personas que cuando vuelven la vista atrás y se dan cuenta de que la vida se les escurrió entre los dedos, se llenan de fe en la vida eterna. Sí, entonces tengo no la impresión sino la seguridad de ser ya un nombre registrado en el catastro de la vida, más allá de las cosas, dirigiéndome hacia una vida eterna de la cual no hay escapatoria posible. Es como mirar de frente al sol de primavera, un cegamiento tan amoroso como el que provoca el alcohol más entrañable. La vida eterna no es más que una bella y terrible salmodia acompañada de valses interpretados al clarinete, repetidos para siempre. Entonces la muerte no tiene nada que ver conmigo porque es justo una frontera agradable, donde es suficiente inclinar apenas la cabeza para regresar allí de donde venimos al nacer. Cada día, cuando me enfrento a la posibilidad de morir, me acerco a aquel dulce secreto detrás del cual empieza el reino de la luz. Así pues, ya no evito nada que sea mortalmente peligroso, ignoro todo peligro, he perdido el miedo. Sólo deseo habitar en la no libertad de la luz. El mundo de lo que fue ya no se aparta de mí, más bien me viene al encuentro. Un cementerio devastado es el triunfo de la luz. 
Colage de Walter Brusius, en Facebook.

Para mí, el presente está definitivamente perdido a favor del regressus ad originem. Está perdido, ese mundo, y yo regreso allí donde nunca estuve. Sin quererlo, he pasado toda la vida mintiendo porque he vivido en un mundo que no es sino una mentira en cuyo final, sin embargo, uno puede percibir la verdad de la luz. Me encanta entonces la esclerosis y el olvido y el error, con placer observo cómo me acerco a la imbecilidad, cómo se están agotando todos los almacenes de mi memoria, soy feliz de acercarme a la idiotez en tanto que cumbre de la existencia humana. Para mí ya no existe ningún peligro, no tengo motivo alguno para advertir a nadie de la violencia de las dudas y de los errores cometidos, todos los consejos que recibí y ofrecí demostraron ser sólo vanidad de vanidades, cada persona, y por eso el mundo entero, no hace nada más que lanzarse de cabeza a la desgracia, y voluntariamente; pero sólo tras caer en lo más bajo se encuentra la verdadera luz. La luz in tenebris, eso sí, cuando ya es demasiado tarde. Y cuando ya es demasiado tarde, se alcanza la verdad que es siempre más que cualquier ficción. La ficción es sólo un bellísimo aplazamiento del conocimiento. Aunque la ficción es siempre más que una ideología, más que cualquier idea política. Un epílogo es siempre más bello que un prólogo lleno de esperanza. Si en la antigüedad los ancianos solían situarse en el primer plano era porque la vejez tiene al alcance de la mano la propia juventud inundada de luz...

FIN DE FIESTA, con ablución de agua de mar.



Cuando llegamos a El Portil, la noche había caído con cerrojos de sombra sobre los tenderetes veraniegos, el aire se poblaba de recuerdos en un tiempo perdidos junto al mar, bullían algunas luces por los bares. Antes en el muelle, yo procuré mojarte los pies planos en una solución alcalina de palabras, impresas con ternura caducada, por eso me decías que ya no querías más sino ese charco fresco molestando, con la humedad que suelta toda pena. Yo quise resistirme a tu renuncia, como hacen normalmente los que aman, por cierto con bastante desatino. Pero algo duro había en tu mirada, algo seco y cortante como un hacha, diseccionando cruda realidad.

      En la playa reinaba la mortal pesadumbre de la nada, basculando indecisa en la velas arriadas de los catamaranes, tu dijiste que aquello te gustaba, yo miraba la luna y el dibujo inseguro de las constelaciones acompañando al féretro difunto de los amores cabos en su punta. Y entendí que serías ya para siempre, esa mujer que sin duda me ama de una extraña manera trasnochada, sentimental y pura por la noche o de día macabra y cornúpeta, a pesar de tu madre y de la grava, a pesar de ti misma y de los hombres, a pesar de dejarme en la estacada con el pendón enhiesto del cariño brillando bajo astros somnolientos que me escupen sonrisas en la incipiente calva.

Colage de Mis en scène

lunes, 19 de agosto de 2013

A la Buelva de la esquina está el milagro.


No mires la hora, no ahora, un reloj es una perorata postiza de mundos para lelos. 
      Deja pasar espacios, despacio, aparta el cartapacio Cristóbal, que no se ve el quilombo, bébete la risa Marisa tu verás que te sale la puritita cara de la Monalisa, la risa de topacio, sin prisa, sin prisa, sin prisa (esta recomendación seguiría hasta el infinito, nunca es suficiente) los dientes morados por vino tinto, Jacinto, de vino malo, Gonzalo, no te quedes follando en el coche con Mariló - Armando (se complacen en invitarles a su enlace matrimoniaco)   
     Detén la mirada bordada, yo tiro mis ojos como los dados y donde caigan, donde te de la gana, Mariana, allí te paras, pero un ratito ¡qué no se pierda el encanto!

 
¡Qué pases toda la noche en vela y ocupes los silencios recreando cómo será la luz de la mañana! Al final del muelle hay un banco, el balcón de esta marisma doliente, fugitiva y risueña que es el ser, marisma del Odiel oliente melodiosa jodida tranquilidad que siempre amanece un poco más temprano vete a tomar por cole segoviano (aquí se rimaría un nombre que termine en ano, Ano mismo) el canario quiere alpiste de colores.
    Sí, sí, vamos a esperar que llegue la mañana espiando la estatua de bronce que tiene Juan Ramón en Huelva (usté mañana), sentado en una silla de anea, si te fijas bien como cuando miramos la lluvia dorada de asteroides en el momento que te pican los ojos, la mano que descansa suspendida en el brazo izquierdo del asiento le tiembla, porque desde el pasado perfecto poético también se tiene parkingson.

     No mires la hora, no ahora, niña, tómate una caipiriña, deja pasar espacios risas caras polvos (cosmética del amor) dados échalo todo a suertes. Ya ves que tengo el gran cañón del colorado aquí en mitad del pecho fumándome entero como a un puro habano. Aquí a la Buelva usté la esquina está el milagro, lo poquito, lo sutil, como tan de vez en cuando.
     Y lo más importante de todo: Mamá, tráeme conchitas de la playa para hacerme un nido de pájaros en la mollera.  Hijo, tienes 44 años. Y qué más da, la vida es un soplo.
Colage de Al Juarismi
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