sábado, 24 de agosto de 2013

QUIÉN SOY YO / Bohumil Hrabal, 7ª entrega



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Sólo ahora sé que la setentena, cuyo aliento ya percibo en la nuca, conlleva la esclerosis natural y la esclerosis artificial, sólo ahora, cuando ya hace cuatro meses que mi mujer se ha jubilado y por lo tanto se queda siempre conmigo, sólo ahora conozco el infierno que uno ha de soportar.
No debo marcharme, eso sería demasiado fácil, demasiado barato, como cien gramos de salchichón a tres coronas cincuenta, es necesario hacerse cargo de ello, asumirlo, escuchar a mi mujer, oír todo lo que dice y al mismo tiempo no abandonar los propios pensamientos, nunca, en ningún momento, antes tenía tiempo libre y no lo valoraba, tiempo sólo para mí que malversaba inútilmente como un heredero que echa la casa por la ventana.
La esclerosis natural no me preocupa porque si tuviera que recordar todo lo que he leído, vivido, experimentado, todos mis textos de escritura automática y mis estúpidos collages, estaría para que me ingresaran en un manicomio, y es que si el cuerpo, por medio del sudor y de la defecación se libra de los restos de comidas y bebidas, la memoria al final hace lo mismo: existe un mecanismo que borra todo lo que no es esencial, todo lo que le hace daño al cuerpo. Y sólo con pensar en la dulzura de los rayos solares sobre la piel, y en ese estado magnífico que aportan los cambios de la presión barométrica, en aquellas afasias en las que uno se queda como fulminado y aunque le maten no recuerda palabras tan banales como mesa, silla, su número de teléfono o el nombre de pila de su amigo...


A veces esa naturaleza esclerótica mía me toma por sorpresa, me parezco entonces a los viejos que, atontados, se sientan en un banco de pueblo, a menudo en verano me quedo contemplando mis pies desnudos, me maravillan mis dedos, sobre todo los dedos pequeños medio rotos y dislocados, otras veces abro las manos y las miro como si las viera por primera vez. Lo hago así cuando me abandona la esperanza, la esperanza de cualquier cosa, de cualquier cambio, aunque fuese sólo ambiental, entonces miro las agujas del reloj cómo se desplazan poco a poco, cómo llegan a marcar la una y cinco minutos, entonces presto atención para ver si me abandona ese dolor en la nuca, si me abandonan el miedo y la angustia. Antes saboreaba esa especie de imbecilidad provocada por el cambio de tiempo o por la resaca, saboreaba ese estado, espantoso y bello al mismo tiempo, pero hace ya más de cuatro meses que mi mujer está en casa, ella que en el fondo de su alma femenina odia todo lo que a mí me gusta. A mí me encanta no comer nada a la hora del desayuno porque si tomo algo sólido, mi cerebro se llena de comida y no se presentan aquellos pensamientos chisporroteantes tan propios de mis antiguas mañanas, posiblemente provocados por la sensación de hambre o por el café matinal acompañado por tres cigarros muy fuertes; sólo el café y los cigarros me despiertan a la vida tras una noche de insomnio, y todas lo son, tras esas mañanas en las que he perdido las ganas de vivir, de estar en el mundo, y todas son así; el primer cigarrillo me despeja, el segundo me da náuseas y con el tercero palidezco hasta perder el color, pero ése es mi ceremonial, mi ceremonia matinal, mi misa, sorber el café y fumar ansioso como quien fuma en la cárcel, rápidamente... Así solía fumar, y acompañaba los cigarrillos con traguitos de café, miraba por la ventana sin ver nada, sin procurar nada y así llegar a la situación cero, no pensar en nada, escucharme a mí mismo por si aparecía algún tema, por si algo surgía en la superficie como una mancha en un estanque, algo del almacén de mi pensar, sentir, errar, algo que emergiese, una primera frase con que empezar a deshilachar el gran jersey del texto, pues escribir es para mí tomar el primer hilo del que sé que, apenas enhebrado en la máquina, me pondré a escribir de prisa y no podré parar hasta haber deshecho todo el jersey del inconsciente... Aquéllos eran los buenos tiempos, una época de lujo. En cambio, ahora por la mañana mi mujer me sirve una pasta o una rebanada de pan untada con mantequilla, me mira con expresión severa y de vez en cuando dictamina: Tomar café y fumar en ayunas es lo peor para la salud... ¡Acuérdate que no me quiero quedar sola!... Y le brotan las lágrimas ante la idea de que yo esté a punto de morir y ella tuviera que quedarse sola. Además, ahora mientras fumo ya no miro a lo desconocido porque cuando lo hago ella me grita: ¡No te quedes así como un bobo! Y a mí se me pasan las ganas incluso de tomar café y de fumar, hace cuatro meses que mi mujer me ha cortado todos los hilos. Y como si eso no fuera suficiente, me llena, me embute el tiempo de infinidad de tareas que debería cumplir: ir de compras, esperar por la tarde al limpiacristales, no vagar como un desgraciado y mirar de pintar el comedor, ir al dentista y al sastre, lavarme las manos al salir del lavabo, lavarme los dientes cada día, cambiarme los calzoncillos, no mirar como un pánfilo, cambiarme la camisa más a menudo porque si las llevo hasta que huelen como una pocilga, entonces no hay quien las lave... De modo que además de las manchas en el sol, del tiempo cambiante, de la cercanía de los setenta, de la esclerosis natural, además de todo eso también está mi mujer, muchas veces la interrogo para saber si no ha tenido algún hijo que hubiera dado a educar en alguna parte, porque, digo, qué maravilla sería si pudiéramos tener aquí sus hijos, a lo mejor ya casados y con niños, y así ocuparnos de los nietos, mi mujer sería la mar de feliz, yo les iría pasando dinero y lo mandaría todo al cuerno. Pero ni mi mujer ni yo tuvimos un pecado de juventud palpable, ella está sola y yo también... Así que mi mujer no tiene a nadie de quien ocuparse, sólo de mí, me quiere educar y además me pide que la distraiga, que la lleve al cine, al teatro, que le presente gente...


mientras que yo no tengo ningún deseo aparte de quedarme solo. Y yo tengo que estar solo, así lo quiero, ¡tendré que encontrar la soledad dentro de mí mismo! Y si Jirí Mucha pudo escribir toda una novela, Sol frío, en la cárcel, pues por qué yo no podría seguir escribiendo como cuando mi mujer trabajaba, qué me impide alcanzar una soledad exclusiva, taparme los oídos, saber encerrarme en mí mismo, aprender a hacerme el sordo, el mudo y el ciego, como escribí en uno de mis textos, insistiendo en la soledad ruidosa en medio de los bebedores de cerveza... Ahora tendré que comenzar a vivir como los protagonistas de mis libros, en medio de la familia, de la multitud. ¡Aquí estoy, delante de la máquina de escribir! Tengo el hilo inicial, sólo hay que tomar la cuchara para intentar trasladar el mar entero como el niño de San Agustín, estoy sumergido en la oscuridad, mirando por el ojo de la cerradura una habitación iluminada más allá, al otro lado de mis ojos. La belleza de escribir está en que nadie te obliga a hacerlo. Y yo, a estas alturas, siento que escribir es mi cura, mi sanatorio psiquiátrico... y mi consultorio sentimental.

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