jueves, 29 de agosto de 2013

QUIÉN SOY YO / de B.Hrabal, 10ª entrega



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Hoy desde el amanecer brilla el sol; como hago siempre que se acaba el agua mineral, pongo las botellas en la bolsa roja y en bicicleta me dirijo hacia la fuente. El sol pega fuerte, estamos en verano, voy descalzo, llevo pantalón negro de pana y una camiseta de importación que compré en Brno, azul, de color pez, en la cabeza un gorro de ferroviario que guardo desde los tiempos en que trabajaba en la estación de ferrocarril, un gorro como éste había llevado Stefánik, pero también Pétain, en Francia esos gorros de ferroviario estuvieron de moda, gorros negros con una cinta dorada y con un emblema. En el mío hubo una pequeña bandera tricolor, y es que cuando se acercaba el final de la guerra, las muchachas que trabajaban de telegrafistas nos cosían dentro del emblema pequeñas banderas checoslovacas. Ahora hace sol, estoy arrodillado delante de la fuente y abro las botellas de whisky, Ballantine y Bell, Thacher y Black and White, 69 Watt, después de haber llenado la primera botella tengo ganas de hacer pis, ya me lo sé, no hace falta que me cuente nada de sus perritos, señor Pavlov, no es necesario ir tan lejos, yo mismo le puedo servir como ejemplo del reflejo condicional, es suficiente con que el agua caiga dentro de una botella vacía y ya me tengo que vigilar para no hacérmelo encima, igual que un niño pequeño. Me voy al bosque y describiendo un amplio arco orino al lado de un precioso abedul, ¡perdóname, magnífico abedul! Y ya vuelvo a arrodillarme, ¡plaf!, el pie descalzo sobre la arena mojada y el barro alrededor de la fuente, voy llenando las botellas, otra vez oigo la llamada del reflejo condicional, ¡mil veces perdón, maravilloso abedul!
 
Estoy arrodillado cerca de la fuente de agua mineral que brolla eternamente de la tierra desde una profundidad de ochenta metros, desde un lago subterráneo; mientras los recipientes tienen las formas más diversas, el agua siempre es la misma, siempre deja una capa rojiza sobre el cristal; encima de mí se alzan los pinos de Kersko, el cielo es azul, por el camino principal, que parte los bosques como si fueran una espesa cabellera, pasan de largo coches, gente en bicicleta, el señor Major que es ciego y camina con su bastón blanco, acompañado por su perrito, yo me amalgamo con el chorro ruidoso, me convierto en él, desde el fondo de mí mismo una primera columna de agua se levanta hacia arriba, las partículas se abren camino y se precipitan hacia el cielo, partículas de oscuridad y de luz, una explosión vertical, el susurro de las burbujas y el regusto de los óxidos, veo mi pie descalzo, encima del cual, a la altura de la rodilla, el agua brolla de la pared, de un tubo que surge del muro de una casita, chorreo yo mismo dentro de las botellas que sostengo con los dedos. Hace años, el agua brotaba en un estanque donde se bañaban los terratenientes y las personas que padecían de reuma, quien quería agua para beber pagaba veinte céntimos, ahora es gratis pero el estanco está enterrado, ya nadie se puede curar el reuma en él, echado como en un balneario; allí cabían seis personas acostadas, no era nada pequeño. Cuatro kilómetros más allá, por el camino de Sadská, allí donde está aquella orgullosa y bella iglesia que construyó el mismo Dientzenhofer, había un auténtico balneario donde los pacientes se curaban con la misma fuente y con esta misma agua con la que lleno las botellas, y en el precioso balneario barroco de dos pisos había bañeras de madera de lárice, el propio Mozart se bañó en una de ellas; más tarde convirtieron el balneario en un restaurante que se llamaba Pequeño Palacio, pero después de 1948 lo derrumbaron para construir allí unas pocilgas, aunque delante mismo sigue habiendo aquella majestuosa iglesia barroca. Primero un balneario, luego el Pequeño Palacio, al final pocilgas, pero la iglesia es siempre la misma. Y yo saco el pie desnudo, mi pie desnudo, de la arena mojada... ¿A qué se debe esa ansiedad por caminar descalzo desde la primavera hasta el otoño? En la escuela, ya a finales de marzo, me quitaba los zapatos, tanto envidiaba a Sedlácek y a Zavazal, que no llevaban zapatos. Cuando era estudiante universitario me ganaba cuatro perras ayudando en la cosecha, y tenía la piel de los pies tan dura que parecía la suela de los zapatos, así que podía caminar descalzo sobre un campo de rastrojo como si nada, descalzo cargaba carros de trigo, descalzo subía con sacos llenos de grano por la escalera de caracol al granero, una vez arriba deshacía el nudo del saco y ¡pataplof!, qué gozo sentir cómo el grano se derramaba, cómo caía sobre el montón, qué delicia verlo a la pálida luz de la pequeña ventanilla en el techo del granero... Cuando era aprendiz de ferroviario y ya llevaba el uniforme y esta misma gorra que llevo ahora que estoy arrodillado cerca de la fuente, un día fui a pasear a la plaza mayor de la ciudad, en uniforme, pero sin zapatos, descalzo. La gente se volvía a mirar, yo estaba rojo como un tomate, pero seguía caminando descalzo, sudaba de vergüenza pero venga caminar, y es que caminaba encima de mí mismo, no lo hacía para asustar a nadie, no, me sentía como si fuera el rey del mambo, tenía la impresión de que algo como caminar descalzo por la plaza dejaría mi nombre grabado...
 
 
¿Dónde? Allí donde llegué a través de todo un túnel de tiempo y espacio, hasta aquí, hasta la fuente donde estoy arrodillado y me miro el pie desnudo y el agua mineral llena la última botella. A mi abuela le encantaba caminar descalza y lo hacía siempre: por el patio, en la viña, en el jardín de los manzanos, en el huerto cuando recogía judías, y el domingo, cuando íbamos a buscar un barril de cerveza con el cochecito de los niños, todo el mundo se quitaba los zapatos, la abuela y el tío, y puesto que era domingo, caminaban con los pies enfundados en unos calcetines. Cuando era pequeño, por la mañana me despertaba el ruido del agua que manaba de la fuente en que la gente se lavaba los pies, y al atardecer, antes de volver a su pueblo, otra vez, la misma ceremonia, sí, los campesinos de aquel entonces iban descalzos desde la primavera hasta el otoño. Y a mí siempre me ha llenado de orgullo imitar lo que hacía mi abuela y mis familiares y todos los campesinos de los pueblos vecinos...

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