viernes, 30 de agosto de 2013

QUIÉN SOY YO / de Bohumil Hrabal, 11ª entrega



Yo, cuando era joven, tenía muy buena imagen de mí mismo hubo un tiempo en que creía que estaría más guapo si me compraba un par de sandalias de correas estrechas, que entonces estaban de moda, y se me metió en la cabeza que las tenía que llevar con calcetines de color lila; me compré el calzado, después, mi madre me hizo los calcetines, y para estrenarlo todo había dispuesto una cita con una chica en la Taberna del Valle; aunque era un martes, sentía curiosidad para ver si la alineación de nuestro equipo estaba expuesta, así que me acerqué a la vitrina para examinar, antes que nada, el metal y la forma de su cerrojo, y sólo al cabo de un largo rato me arrimé lo bastante como para poder leer la alineación, que era la de la semana anterior, pero no obstante la leí una y otra vez, y es que sentía que con un calcetín y la sandalia del pie derecho había pisado algo grande y húmedo; una y otra vez leí la alineación de la semana anterior antes de ser capaz de mirar hacia abajo: tenía el pie hundido en una enorme cagada; en seguida desvié la vista hacia la vitrina para volver a leer los nombres de todos los once jugadores y el mío, que figuraba entre los suplentes, pero no había nada que hacer: al mirar de nuevo hacia abajo, mi pie seguía sumergido en aquella horrible cagada de perro; para remachar el clavo, llegaba la chica con quien estaba citado; me desabroché la sandalia para sacármela junto con el calcetín, lo dejé todo allí y tomé el portante; una vez en el campo, me quedé meditando sobre el destino y sus advertencias: tal vez el dedo divino me reñía por mi intención de convertirme en prensador de papel viejo para poder estar en contacto con los libros.
Ahora me acaban de servir otra jarra de cerveza y me la bebo de pie, junto a la ventana abierta, el sol me hace cerrar un poco los ojos; me digo, podrías dar una vuelta por Klárov, ir a ver aquella preciosa estatua de mármol del arcángel Gabriel, que es el orgullo de la iglesia, de paso examinarías también aquel confesionario fabuloso que el rector hizo construir con la madera de pino del baúl en el que habían transportado la estatua desde Italia, dulcemente cierro los ojos, no voy a ninguna parte, bebo cerveza y mentalmente me veo a mí mismo que, veinte años después de aquella desgracia de la sandalia y el calcetín lila, estoy paseando por las afueras de Szczecin, y en el mercado viejo veo a un hombre que vendía una sandalia derecha y un calcetín lila derecho, me habría jugado cualquier cosa que eran los que yo había dejado debajo de la vitrina de la alineación futbolística, me parecía que incluso era mi número, el cuarenta y uno, me quedé boquiabierto mirando aquella aparición, aquel vendedor que confiaba que en algún lugar viviese un mutilado con una pierna, la derecha, que calzase un cuarenta y uno, a quien un día le daría por salir de excursión a Szczecin para comprar una sandalia y un calcetín lila que harían resaltar sus encantos; al lado de aquel vendedor fantástico había una abuelita que ofrecía dos hojas de laurel, las sostenía entre dos dedos, y yo, embelesado, me di cuenta de que el círculo se había cerrado, mi sandalia y mi calcetín lila habían recorrido medio mundo para interponerse en mi camino como reproche.
(Una soledad demasiado ruidosa)

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