lunes, 30 de diciembre de 2019

CUENTO APOROFÓBICO


Entró al supermercado hediendo a algo difícil de definir, con una gabardina raída y hecha jirones, ennegrecida por el monóxido de carbono de los tubos de escape de los coches, que mal podría resguardarle del frío, manchas de una grasa que brillaba como la pìedra de pizarra, y se perdió entre los pasillos esquivando los carritos de la compra. El personal de la tienda lo miraba como si fuese la aparición de un fantasma: el fantasma dickensiano de las navidades imposibles; esas navidades que nunca llegan, para cumplir el sueño humano de la redención por la bondad.
Al rato volvió, se paró frente a todos y nos contó el drama de su vida: nos culpaba de ser partícipes de su desgracia, con tan fervorosas expresiones, a veces insultantes por el rigor del detalle con que las ilustraba, que, cuando arrancó definitivamente a llorar, de rodillas, y clamando una especie de letanía del fin del mundo, en la que rogaba por la consunción del género humano, creímos estar asistiendo en carne y hueso al día del juicio final. La cajera lloró con todas sus fuerzas, y él, se levantó de su postración.Con el bamboleo que llevaba chocó con la puerta de apertura automática, cayendo al suelo como un lucifer de pacotilla.
Una botella, de dos que pretendía hurtar en venganza por la insondable hipocresía de todos, se partió dentro del bolsillo de la infame chamarra derramando su contenido por la pernera de los pantalones de pana gorda, y formando un charco sanguinolento. A todo esto, la puerta se cerró con tan mala fortuna que le oprimió el cuello hasta la muerte. Nada pudimos hacer por él, excepto contemplar aquel horror, perplejos. Cualquiera puede caer en desgracia, no tiene por qué ser en navidad. Tampoco era para ponerse así. Descanse en paz.

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