lunes, 30 de diciembre de 2019

EL TROMPETRISTE



Soy trompetista. Un trompetista anónimo, nada del otro mundo, me bato el cobre todos los días en la calle con mi trompeta de latón para conseguir algo de dinero que llevar a mi casa, donde mi madre me espera con un humilde plato de sopa, hecha seguramente en una olla del mismo material que la trompeta. Es curioso ¿verdad?, cuánto trabajo encima, tantos siglos sacando de la entraña de la tierra este metal pobre, pariente marginado de la familia, cuyos hermanos, el oro y la plata, se llevan todos los premios de la popularidad: la ambición del ser humano, esa olímpica pasión por superarse, olvida muchas veces que hasta la más barata trompeta de latón, está hecha de cobre y otro material, ¿cual era? ¡ah, si, el cinc! Gracias a él, mi trompeta es más dura, resistente a la oxidación, y cuando consigo ese punto de fusión tocándola, de fusión artística , de calor creativo, mi trompeta de sencillo latón suena como la mismísima trompeta de Chet Baker, suena eléctrica, suavemente galvaniza los oídos de las personas que pasan por la calle, los prende a un sonido que es tan antiguo como la extracción de todos los metales que esconde la entraña de la tierra, los transporta al origen de su propia condición de seres minerales en su mayor parte compuestos de agua, pero ¿no es cierto que los hombre somos una aleación compleja de muchos elementos? Bien, no quiero hacer tampoco un panegírico ahora sobre la composición química del hombre, corro el riesgo de que piensen que se me ha ido el santo al cielo, y como ángel trompetero no doy la talla, sinceramente: los que Miguel Ángel pintó en la Capilla Sixtina, sí; esos son unos titanes que abren las nubes de la gloria a las almas que se lo han merecido. Mi abuelo Tomás trabajó mucho tiempo en una fundición de cobre, esta trompeta me la regaló él; gustaba de tocarla los domingos en el campo, junto a una Ermita muy cerca de la playa. Mis recuerdos son maleables como el estaño, a veces pierdo la noción del tiempo mientras toco una balada de jazz, pero jamás olvido con cuanto cariño mi abuelo Tomás, cuando yo tenía diez años, me regalo su trompeta cobriza, desgasta del baño de plata que tenía, y me dijo: ¡Pepo, aprende a tocarla, tu tienes talento!
Trabajó muchos meses en aquella sofocante pero hermosa fundición para poder comprar esta trompeta que ahora sostengo en las manos, y otras personas, hubieron de laborar mucho también para extraer el cobre y el cinc que hacía falta para fundir el metal para hacerla, y luego un luthier también hubo de aplicar allí a esa plancha inerte de metal, su sabiduría heredada para convertirla en un instrumento musical, cuyo diseño interior, ese curioso y limpio intestino de válvulas y pistones, fue además fruto de siglos enteros de pequeños y mágicos descubrimientos, que alguien, en algún momento de la historia fijó, para bien de todos. A principios del siglo diecinueve, un alemán desarrolló una trompeta básica de dos pistones. Yo no pensaba en nada de esto con diez años, me bastaba con el destello metálico, con el sinuoso y armónico hueco de la campana, para quedarme maravillado. Parece mentira lo mucho que hay detrás de una simple trompeta de latón tocada por un pobre tonto como yo, con cara de payaso.
Hay trompetas fabricadas completamente de plata, de níquel, o de oro. Son muy caras, pero que importa. Un día, tocando en la calle, una señora me dijo que sonaba preciosa; pensé inmediatamente en mi abuelo, y en todas esas personas que habían hecho posible, de una forma u otra, ese milagro de una trompeta de latón, el sonido a cielo abierto de mi triste trompeta, un tanto cascada ya, llevando una melodía melancólica o alegre, al tímpano auditivo de una señora amable que pasaba por aquí, seguramente harta, por otro lado, de tanto ruido ambiental. Así que, ya ven, no hay mayor premio para mí que este, poder hacer llegar a algunas personas la música de mi trompeta de cobre y cinc, maleada por el uso y los vientos arenosos y húmedos del poniente andaluz. ¡Ahí va el trompetriste! dicen algunos: tal vez llevados por la ignorancia, no saben que yo sé que el nombre de la palabra cobre, nació muy lejos de esta ría, tal vez en Chipre; los romanos la llamaban Cyprium. Qué les importa a ellos si el metal fue o ha sido imprescindible para tocar una trompeta, con cara de payaso, o para conquistar, precisamente, las islas del Mediterráneo, a golpe de falcata. No hay trabajo, ni perspectiva de conseguirlo, los ánimos están muy alterados, hay muchas cosas en este mundo que andan mal, no se me ocultan, procuro mejorarlas un poco con tres o cuatro canciones, tengo un concepto del hombre más elevado del que debiera corresponder a un músico callejero, pero así es, y confío en que tarde o temprano, toda la basura que amenaza con paralizarnos será conjurada con el esfuerzo de muchos.
Ahora camino por el paseo marítimo y pienso que sería de mi ciudad, sin toda esa historia que tiene a sus espaldas, también sin ese puñado de intrépidos ingleses que compraron las minas de Río Tinto: la palabra empresario anda de capa caída últimamente, y la de mendigo parece cobrar una dignidad inusitada, sin embargo: ¿qué sería de mí y mi sonora trompeta si unos señores no hubieran arriesgado su  vida entera por aprovechar las riquezas que da el subsuelo? Un triste músico, bufón del poder, qué suena su trompeta de latón piensan que soy, y no va más allá la grandeza del hombre para ellos, aunque a veces implique ese esfuerzo, convertir materiales tan nobles en residuos sin futuro. Yo confío en el hombre, en su fuerza constante, su vigor industrial, su bondad filantrópica; y aunque muera desnudo, sin zapatos, con la imagen hermosa de mi madre tan buena, con su sopa de pan y su olla de cobre, esperándome afable cuando llego cansado de soplar en mis notas la casida cantable de estos tiempos oscuros, tal como hizo mi abuelo: fundiré nuevamente mis recuerdos para darle a mi vida un color más brillante, un dorado carácter que destelle ironía, un soplo incombustible de confianza. Sé transmitir muy bien las propiedades del sonido en mi trompeta, soy un magnífico conductor eléctrico de música. Otros verán, en el brillo del dinero, las propiedades energéticas del sol, su capacidad de inundarlo todo de luz; yo la veo en el candente y aterciopelado son de mi trompeta. No sé si les aburro un poco, mi vida ha transcurrido hasta el momento más bien en soledad, ahora tengo ya cincuenta años, pero siendo muy pequeño, mi padre me llevó una vez a ver el río rojo: a él le gustaba llamarlo así, y a mí me gusta pensar que en las notas de mi trompeta reside esa facultad de aquellas aguas, de tintar la piedra con cárdenos y sulfúricos matices a su paso, así como en el alma de la gente que en la calle se detiene a escucharme, puede imprimirse algo de ese cúprico matiz que tienen los atardeceres en la marisma. Por las mañanas suelo ayudar en mi casa con la limpieza, mi madre tiene la manía de coleccionar muchos pequeños sortilegios, muchos de ellos metálicos, candelabros, ceniceros...incluso una pequeña colección de soldados de plomo que una familia de una casa donde cocinaba, en el barrio obrero, le regaló antes de irse de Huelva; se llamaban Topkins de apellido, y eran famosos en el barrio por el refinamiento mecánico y educado de sus vidas, rodeada siempre de una suntuosidad muy moderada, de pipa aromática, periódico y un buen güisqui; en el fondo y en las formas bastante discreta. A Conchita, que así llamaban a mi madre, la trataron siempre con mucho cariño y, a veces, le daban para mí pequeños objetos de bronce: guardo como oro en paño un autómata que consiste en un minero con pico que, eternamente sube y baja su herramienta sobre una roca, con su pañuelo anudado al cuello, y una estatuilla de un futbolista muy famoso, que apodaban "choquito", por su menuda y rechoncha apariencia; dicen que, antes de que llegara la guerra, una temporada anotó hasta veintisiete goles, y fue pichichi por delante de un señor que había venido de argentina a jugar, con un contrato mucho más sustancioso que el que él tenía. Ya se ve que en este asunto del vil metal, valen más las personas que las trompetas, los coches, los trofeos, y toda la parafernalia lustrosa, la quincalla barata, que rodea la agitada vida de una ciudad industriosa. No me quejo de como me tratan mis conciudadanos, mal que bien, creo que perciben en mí a un ser menesteroso y noble, que a base de un poco de pundonor, altas dosis de modestia y una pizca de genialidad, ha conseguido hacerse un lugar en el imaginario público de sus congéneres, y así me lo hacen ver, desprendiéndose generosamente de alguna moneda, cuando interpreto el himno del Onubalompié club de fútbol en las inmediaciones de estadio.


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