Acaba de mudarse un muchacho bastante pasable en la casa de enfrente. Le mandé a Pocholito que le mirara el dedo mientras ayudaba a bajar los muebles. No tiene anillos, es soltero. Puede ser mi oportunidad. Necesito más datos para trazar mi estrategia.
Acabo de mudarme en una casita independiente. No está mal. Es un barrio tranquilo y bastante alejado de la pensión. Creo que a la vieja le resultará difícil encontrarme para reclamar el clavo de seis meses que le dejé. Hoy estuve reflexionando. Ya no puedo vivir así, haciendo del vivo que vive del zonzo. Me miré en el espejo. No estoy mal: 25 años, pelo negro, tipo amante latino. Un buen casamiento puede ser...
Empiezo a conocerlo. Hoy se asomó a la ventana, leyendo un libro. Usé el largavista que suele llevar papá al hipódromo, y pude leer el título del libro: AZUL, de Amado Nervo, es decir, el tipo es un relamido a la antigua, de los que gustan de convertir a la mujer en vaporosas apariciones celestiales, y tienen sueños llenos de doncellas de «trigal cabellera» y de «ojos profundos como el mar» (ja ja). Ya sé con cuánta azúcar toma el hombre este el café con leche de la vida.
Hoy amanecí seco. Lo que se dice sin un céntimo. Pensé llamar a Arsenio, el único que todavía no ataja mis penales financieros, pero me costó encontrar el número del teléfono. Menos mal que recordé haberlo anotado en un libro que hice volar de la sala de espera del dentista. Lo robé por el título: AZUL, pensando que era un manifiesto del Partido Liberal, pero resultó ser de versos de un tal Amado Nervo. Al final encontré el número en una de sus páginas. Nota: En la casa de enfrente vive una fulana con cara de necesitada. Vieja no es. Además, la casa puede valer como 2 millones. Y tiene antena de TV. Parece ser hija única, y el padre tiene un lindo Mercedes 1965. Vale la pena investigar más. Lo dicho, un buen casamiento puede terminar con mis angustias de eterno moroso.
Hoy empecé el ataque. Esta vez no debo fallar. Debo mostrar a Raúl, a Marcelo, a Antonio, José y Anastasio, que no supieron valorarme en lo que soy y en lo que valgo. Como decía, empecé el ataque, como buena generala del amor, atacando al adversario en su punto débil: su romanticismo de naftalina. Por la mañana temprano me puse un juvenil vestido de percal, corto y acampanado, y salí a regar el jardín, «dejando que el sol mañanero jugueteara con mi suelta cabellera (ja ja)». Se asomó y me miró desde su ventana.
Averigüé. La casa es propia y ella es hija única de padre viudo. Y empiezo a conocerla. La fulana es del tipo romántico, de las que gustan vestirse como muñequitas de porcelana y salir a regar las flores del jardín por la mañana temprano, como en esas películas idiotas de antes, con cantos de pajaritos y toda esa utilería que gusta a las tilingas destinadas a vestir santos. La conquista será fácil. Mañana empiezo. Necesito una corbata de lazo. Y ensayar ante el espejo una lánguida mirada de poeta. Creo que también me voy a dejar un bigote, o mejor, un bigotazo bien bohemio, como ese no sé cómo se llama de Los Tres Mosqueteros, la novela esa de Cervantes que leí hace unos años. Nota: la fulana esa debe ser medio ida de la cabeza. Yo no sé para qué regaba el jardín si anoche llovió a cántaros. En fin...
Hoy estuve regando el jardín, procurando que la alergia que me dan las rosas no me haga estornudar, cuando él pasó por la acera de mi casa, con pinta de completo estúpido, tal como me imaginaba. En vez de corbata, un lazo mal atado. Tiene un proyecto de bigote que, cuando crezca, le va a hacer parecer un cosaco con hambre. ¡Y la mirada, Señor!, lánguida, romanticona, exhibiendo, como diría su Amado Nervo, «La tímida virilidad del enamorado...» (ja ja). Me saludó y yo le contesté «ruborizada». Claro que para ruborizarme tuve que aguantar la respiración durante un minuto y medio, como recomienda Helene Curtiss en Para Ti.
Cayó la pájara. Debería dedicarme a actor. Pasé por su lado luciendo la delicada y a la vez varonil estampa del poeta enamorado. La saludé, y me contestó todo ruborosa. ¡Había que ver lo colorada que se puso! Llevarla al altar es pan comido. Mujeres que ruborizan así, aunque ya sean mayorcitas, como ésta, no saben decir «no». Mañana me quedo a charlar dos palabras.
Ayer me casé con Hugo. Pero pasa algo raro: ¡Qué cambiado está!
Ayer me casé con Ana. Pero pasa algo raro: ¡Qué cambiada está!
Mario Halley Mora
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