miércoles, 29 de septiembre de 2021

EL JARDÍN DE LAS BELLAS LENGUAS

 


Sobre un solar edificado con ladrillos de historia o libros de adecuado grosor (dizque en época latina eran todo frondas de espesado verdor) emparentesilante e incardinado, como una flor cortada entre las manos cruzadas de un cuerpo presente vivo o muerto pero quieto, y teniendo muy en cuenta la inefable verdad, apuntada por Amado Nervo (como por otros tantos muertos doctos) de que una sola de nuestras células, lectores, tiene escrita por tiempos inmemoriales la señal desoxirribonucleica de todas las razas habidas y por haber; debería ser de obligado cumplimiento regar las plantas con más frecuencia, en aderezo de sus necesidades, sin olvidar que a quien nada le parece suficiente, nunca tiene suficiente. Posíblemente algún aciago día dudemos del año en que vivimos o cuando andemos con la duda ya estemos en otro barrio, pero este particular, para las personas, y somos una ignorada mayoría, de arrabal tardío, supone menos problema que a las residentes en casas aisladas en cuyo jardín se habla un idioma en la intimidad (como podría hablarse cualquiera otro) sin la inquietante compañia de una pared tras la que mora una inteligencia peligrosamente parecida a la nuestra : seguramente alguna mala tarde olvidaremos dónde olvidamos el vaso de agua, entonces la bella lengua (repito, cualquiera de la que tengamos a bien usar sin que nos la impongan, como no sea por vía natural) descenderá con sus pétalos de variada color y veremos de nuevo, sobre la especular calva de Confucio, los reflejos dorados de la sabiduría universal, cabalmente transcritos con una grafía totalmente reconocible, como aquella que se utiliza correctamente en tantos urinarios públicos. 

Lo público, representado soberanamente por la lengua materna, siendo que lo materno induce además al amamantado juego de la pereza, debería hacerse mayor, independizarse. No sé si se me entiende, pero lo creo con absoluta fe: el neoliberalismo, fatigando sin rubor el preciosismo del caminito de baldosas amarillas, ha conseguido subvertir las leyes naturales de la selección descritas por Charles Darwin, en un conjunto de ideas morales falsas, educadas, con todo el protocolo de un sistema educativo nacional, según una lista de la compra donde cabrían los más refinados caprichos obsolescentes al lado de una sandía.

La cuestión es política, en caso contrario sería bucólica, y ya sabemos hasta que límites de ingenuidad desciende la lengua cuando describe la naturaleza sin el pudor de la ciencia. O no. Al fin y al cabo, el límite entre la ingenuidad y la belleza es de esos que hay que entornar la vista, y no basta sólo con mirar. Se adivinan tiempos convulsos, relataba el alcachofero de turno en el mercado cuadrado del televisor, donde las gentes del común adquirimos esa noble virtud, crisol de civilizaciones forjadas con mano de hierro, de tener opinión versada. El caso es que las plantas siguen sin regarse: nadie parece interesado en la pedagógica actividad de echar agua a unas humildes flores, que como tiernos niñitos en la escuela, se están secando con divertidas admoniciones bajo la tutela del animador sociocultural Walt Disney. Conectados medularmente, el sístema vegetativo nervioso y el cerebro son una y la misma cosa. En el niño y en la flor. Pero igual ya no nos da para perpetuar la especie, en cuyo caso, algún día, optaremos entre ser padres o plantar un crisantemo.




jueves, 23 de septiembre de 2021

LO QUE ESTÁ HACIENDO EL HOMBRE DE LA CALLE, de Enrique Badosa

 

El hombre de la calle, el hombre medio
no suele ser, qué va, intelectual:
docto en sabiduría deportiva,
los libros no le acaban de gustar.
Si algunas veces lee -pues sí sabe-
tan sólo lee el último "Nadal",
el último "planeta" y las revistas
en las que únicamente hay que mirar.
No obstante, se interesa por las ciencias
exactas: la quiniela semanal.
Hablar, sí habla: pero no conversa,
pues no está acostumbrado a respetar
el pensamiento ajeno. Es un buen chico
no distinguido, no, por liberal.
El hombre de la calle, en esta tierra,
más que a hablar, acostumbra a declamar;
y a la fuerza de codazos decibélicos,
incluso logra hacerse respetar.
Por esto habla tan sólo en lengua muerta.
No muerta por antigua: por banal.
De las cosas que ocurren,sólo sabe
si le va bien en casa, nada más;
del periódico ve los titulares,
sucesos y deportes, claro está;
y a veces se propone crucigramas,
que es algo que va bien para pensar.
Es experto, esto sí, y es también docto
en el arte de la publicidad;
por algo "ve la tele", que le nutre
de gran cultura media y general.
Ni lee ni conversa. ¿ Y el teatro ?
Para qué, si lo televisarán...
Le gustan más los chistes, las noticias
de fútbol y política local,
porque la nacional es una cosa
que vale más dejarla como está.
La gente de la calle es gente seria
que no quiere problemas nunca más,
y que delega en otros la tarea
de organizar su propia dignidad.
Pero no la acuséis en demasía:
el hombre de la calle es muy cabal,
y nunca tuvo escuela ni despensa,
ni voz propia, ni suerte, ni papá.


Poesía 1956-1971






LA SINCERIDAD DE ADÁN


Cuando me expulsaron del paraíso estaba en el cuarto de baño. Desde entonces, cuando vuelvo por las razones normales que uds también tan bien conocen, lo hago de esta guisa: descalzo, con vaqueros y sin camiseta alguna en verano, con un reloj de pulsera en la muñeca izquierda, unas gafas de lectura colgadas al cuello, y el móvil.
No suelo tener problemas de regularidad en el tránsito de las sagradas escrituras y aprovecho, si el momento se demora, para leer algún insidioso artículo de opinión, con objeto de desentrañar los mecanismos mentales del autor, sujeto la mayoría de las veces a una dependencia canina de la ideología. Al cabo, con un poco de suerte, percibo que mi presencia en el paraíso perdido del excusado no tiene sentido, y puesto que no hay manzanas, ni serpiente, ni Eva, procedo al aseo con agua limpia y gel íntimo (sí, han leído bien) de la zona interfecta y vuelvo al infierno del que, por libidinoso, nunca debí salir. La libertad le da pie a uno a contar las cosas con franqueza, y ese tradicional apego cervantino a esconder lo humano para que asome un poco lo divino. Temo, sinceramente, no haberlo conseguido, pero al menos aligeré el fardo combustible de la cotidianidad.




 


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