El ingeniero Roberto Paudi, director adjunto de la COMPRAX y asesor urbanístico, montó en cólera una noche al sorprender a la niñera Ester que, para calmar la perra del pequeño Franco, le decía:
-Mira que, como no te portes bien, esta noche viene el Coco. Según él, era intolerable que para educar a los niños se siguiera recurriendo a necias supersticiones que podían crear en la psique inmadura obsesiones lamentables. Le echó un sermón a la muchacha, que se fue llorando, y acostó él mismo al chico, que en seguida se calmó.
Esa misma noche el Coco, levitando en el aire como tenía por costumbre, se presentó en la habitación donde el ingeniero Paudi dormía solo, causándole unos minutos de desasosiego. Como es sabido, el Coco adoptaba formas diversas según los países y las costumbres locales. En aquella ciudad tomaba, desde tiempo inmemorial, los rasgos de un gigantesco animal de color negruzco, cuya silueta andaba entre el hipopótamo y el tapir. Horrible a primera vista. Pero no bien se observaba con ojos imparciales, se percibía una expresión ni mucho menos malvada, por el pliegue indulgente de la boca y el centelleo casi afectuoso de las pupilas, minúsculas en proporción.
Por supuesto que, en circunstancias de cierta gravedad, sabía infundir miedo e incluso terror. Pero de ordinario llevaba a cabo sus cometidos con discreción. Acercándose a la camita del niño que hubiera de reprender, ni siquiera lo despertaba, se limitaba a penetrar en sus sueños dejando en ellos, eso sí, una huella imperecedera. De hecho, es bien sabido que hasta los sueños de los niños más pequeños tienen una capacidad ilimitada y acogen sin problemas incluso bestiones mastodónticos como el Coco, que pueden llevar a cabo cuantas maniobras requiera la ocasión con total libertad.
Naturalmente, cuando se le aparecía al ingeniero Paudi, aquella remota criatura no mostraba un semblante demasiado afable, adoptando incluso la fisonomía, agigantada por supuesto, del profesor Gallurio, nombrado hacía dos meses interventor extraordinario de la COMPRAX, sociedad que estaba navegando en aguas procelosas. Y este profesor Gallurio, hombre severísimo si no directamente intratable, era precisamente la bestia negra de Paudi, cuya eminente posición podía correr riesgos considerables con la empresa intervenida.
Paudi, despertándose en un sudario de frío sudor, tuvo tiempo de percatarse de cómo el visitante se largaba a través de la pared (por la ventana no hubiera cabido semejante mole), mostrándole la monumental cúpula de sus posaderas. A la mañana siguiente Paudi se cuidó mucho de disculparse con la pobre Ester. Haber comprobado personalmente que el Coco existía de verdad aumentaba si cabe, además de su desdén, la firme determinación de hacer todo lo posible para quitarse de en medio a aquel tipo.
En los dias siguientes, en tono de broma como es natural, anduvo tanteando el terreno con su mujer, sus amigos y sus colaboradores. Y se quedó asombrado al enterarse de que la existencia del Coco solía aceptarse por lo general como un fenómeno normal de la naturaleza, igual que la lluvia, los terremotos, o el arco iris. Sólo el doctor Gemonio, del departamento jurídico, pareció haberse caído del guindo: sí, de pequeño había oido hablar vagamente de esa cosa, pero después había llegado al convencimiento de que era un cuento tosco sin fundamento.
Como si intuyese su hosca aversión, a partir de entonces el Coco comenzó a visitar con notable asiduidad al ingeniero, siempre con la desagradable máscara del profesor Gallurio, haciéndole muecas, tirándole de los pies, sacudiéndole la cama, una noche llegó incluso al extremo de ponérsele en cuclillas sobre el pecho y por poco lo ahoga.
Así que no tiene nada de sorprendente que Paudi, en la siguente reunión del Consejo Municipal, hablara de él a un colega: ¿ se podía consentir, en una metrópoli orgullosa de estar a la vanguardia, que se perpetuara una indecencia semejante, digna de la Edad Media ? ¿ No había llegado el momento de tomar medidas de una vez, con métodos resolutivos ? Primero fueron fugaces pourparlers de pasillo, un informal intercambio de puntos de vista. Muy pronto, el prestigio de que gozaba el ingenierio Paudi les dió pábulo. No habían pasado dos meses cuando el problema se llevó al Consejo Municipal. Ni que decir tiene que, por no hacer el ridículo, en el orden del día no se mencionaba una palabra sobre el Coco, excepto en el apartado 5, donde se aludía a "Un deplorable factor que alteraba la calma nocturna de la ciudad".
Contrariamente a lo que Paudi esperaba, no sólo todo el mundo se tomó el tema en serio sino que su tesis, por obvia que pudiera parecer, topó con una viva oposición. Se alzaron voces defendiendo tan pintoresca cuanto inofensiva tradición perdida en la noche de los tiempos, subrayando la total inocuidad del monstruo nocturno, por lo demás del todo silencioso, y resaltando los beneficios educativos de su presencia. Hubo quien habló incluso de un " atentado al patrimonio cultural de la ciudad " en caso de recurrirse a medidas represivas; y el orador recibió una salva de aplausos.
Por otro lado, en cuanto al debate de fondo, al final prevalecieron los argumentos irresistibles de quienes demasiado a menudo recurren al así llamado progreso para desmantelar los últimos baluartes del misterio. Se acusó al Coco de dejar una malsana impronta en las almas infantiles, de suscitar a veces pesadillas contrarias a los principios de la correcta pedagogía. Se pusieron sobre el tapete incluso motivos de higiene: sí, es cierto, el mastodonte nocturno no ensuciaba la ciudad ni esparcía excrementos de ningún tipo, pero ¿ quién podía garantizar que no fuera portador de gérmenes o virus? Tampoco se sabía nada sobre su credo político: ¿Cómo descartar que sus incitaciones, en apariencia elementales cuando no zafias, no ocultaran insidias subversivas?
El debate, al que no se habían admitido periodistas dada la delicadeza del tema, terminó pasadas las dos de la madrugada. La propuesta de Paudi fue aprobada por una exigua mayoría de cinco votos. En cuanto a a su aplicación práctica, se nombró la pertinente comisión de expertos, cuyo presidente era el propio Paudi. Ahora bien, una cosa era proclamar el ostracismo del Coco y otra lograr eliminarlo. Estaba claro que no se podía depositar la confianza en la disciplina de los ciudadanos, menos aún cuando se dudaba de que fueran capaces de entender su lengua. Ni se podía pensar en capturarlo y llevarlo al zoo municipal: ¿qué jaula hubiera retenido a un animal, si es que era animal, capaz de volar atravesando las paredes? También hubo que descartar el veneno: nunca se había visto al Coco en el acto de comer o beber. ¿ El lanzallamas entonces? ¿Una pequeña bomba de napalm? El riesgo para aquella pequeña ciudad era excesivo. En suma, la solución,
si no imposible, se presentaba bastante problemática. Cuando Paudi ya creía que se le iba de las manos su anhelada victoria, le asaltó una duda: cierto que se desconocían la composición química y la estructura física del Coco pero, como sucede con muchas criaturas inscritas en el censo de las leyendas, ¿ acaso no podía ser mucho más débil y vulnerable de cuanto pudiera suponerse? Quién sabe, quizá bastara con una simple bala en el punto justo y se habría hecho justicia.
Las fuerzas de seguridad, tras la deliberación del consejo Municipal refrendada por el alcalde, no podían sino colaborar. Se instituyó una patrulla especial dentro de la Brigada Móvil, dotada de veloces vehículos comunicados por radio. El asunto fue sencillo. Sólo hubo una circunstancia extraña: cierta renuencia por parte de los suboficiales y agentes a participar en la batida; ¿era miedo?, ¿era el temor oscuro de cruzar una puerta prohibida?, ¿o era simplemente un nostálgico apego a ciertos recuerdos inquietantes de la infancia?
El encuentro ocurrió una fría noche de luna llena. La patrulla, apostada en un rincón oscuro de la plaza del Cinquecento, avistó al vagabundo planeando plácidamente a unos treinta metros de altura, como un irresponsable jovenzuelo. Los agentes, apuntando con las metralletas, avanzaron. Alrededor, ni un alma. el breve crepitar de las ráfagas restalló, de eco en eco, en la lejanía. Fué una escena estrambótica. El Coco giró lentamente sobre sí mismo sin un estremecimiento y, con las patas en alto, fue bajando hasta posarse en la nieve. Allí quedó tendido boca arriba, inmóvil para siempre. La luz de la luna se reflejaba sobre el vientre enorme y tenso, brillante como gutapercha. "Una cosa que preferiría no volver a ver otra vez", dijo el cabo Onofrio Cottafavi. Increíblemente, bajo la víctima se extendió una mancha de sangre, negra a la luz de la luna.
Inmediatamente se llamó por teléfono a los del vertedero para la retirada de los despojos. No llegaron a tiempo. En unos cuantos minutos el gigantesco individuo se encogió a ojos vistas, igual que los globos pinchados, se redujo a una pobre larva, se convirtió en un gusanito negro sobre el blanco de la nieve, hasta que también el gusanito desapareció, disolviéndose en la nada. Sólo quedó la infame mancha de sangre que antes del alba las mangueras de los barrenderos habían borrado.
Se dijo que en el cielo, mientras la criatura moría, resplandeció no una luna sino dos.
Se contó que aves nocturnas y perros no dejaron de proferir lamentos por toda la ciudad.
Corrió la voz de que muchas mujeres, viejos y niños, despertados por una oscura llamada, salieron de las casas, arrodillándose y rezando por el infeliz. Nada de esto está probado históricamente.
De hecho, la luna prosiguió sin dar tumbos su viaje marcado por la astronomía, las horas se sucedieron con regularidad una tras otra y todos los niños del mundo siguieron durmiendo plácidamente, sin imaginar que su ridículo amigo-enemigo se había ido para siempre.
Era mucho más delicado y tierno de cuanto se pudiera creer. Estaba hecho de esa materia impalpable que vulgarmente llamamos fábula o ilusión y que es verdad.
Galopa, huye, galopa, superviviente fantasía. Ávido por exterminarte, el mundo civilizado no ceja en su acoso, nunca jamás te dará tregua.
martes, 11 de mayo de 2010
EL COCO, un cuento de Dino Buzzati
jueves, 6 de mayo de 2010
Fabliau del encuentro.
Y abriría la puerta y tú estarías allí,
como el árbol, sin saberlo.
Y diría palabras que no son mármol,
ni tampoco melancolía.
Y de ti quedaría, como en el vaso,
el olor de la rosa,
sus pestañas profundas de belleza abisal
como las esmeraldas,
el fulgor de lejanas estrellas que como agua
relumbran y seducen.
Dicen que no puede ser más, vibrar de palmas,
ojos, susurrar de yerba,
pero basta un dardo, no hay defensa,
lo demás es solo saber
que tú puedes llamas y sol y cáliz de pétalos
en el calor de la noche.
Toma en tu casco toda la luna que puedas,
hasta el beso,y oscurece, oscurece tu lenguaje.
Y de ti quedaría, como en el vaso, no las
palabras, sino el olor de la rosa.
Luis Antonio de Villena
martes, 4 de mayo de 2010
Noema de búho
Cierro la puerta
Abro tranquilo
La casa viva que arde en mi ser
Mi ser autónomo que necesita
Es marrana condición comer aparte
Por muy seductor que aparezca
El restaurante
Dejo de hablar
No tengo hambre
Me hablan las truchas
Cuentan noticias
De un verano aún más bello que el anterior
Tengo el alma pixelizada
Con cromos que huelen a alcanfor
Asistí a la existencia de una boda
En que un búho era invitado de honor
Por eso digo que escampa la mentira
Quedando ya pulido el pavimento verdadero
En que habrá de llorar alguna vez bastante
Este cielo azul rampante en que soñamos
Olvidando quizá sólo alguna tilde
Que ya corregirá el ordenador
Quiero comprar la más pequeña cafetera del mundo
Para beberlo con mi colección de canarios cantores
Comprarla pagándole con besos a una chinita
Deliciosa y tímida chinita de un metro y sesenta centímetros
Y medio y copa y vino y blanco y fideos y pelos y fideuás y pelucas
Toda esa mole barata de ingentes tragaldabas está en el supermercado
Comprando ambientador para lechos nupciales con olor a macho cabrío
Horror seminal en el supermercado
Prefiero huir a Madagascar
Convertirme en lémur o en un Lope de Vega
Quedaría por fin inaugurada la porno-poesía
Sería el fin por fin de la poesía realista de imágenes votivas
Agotando irremisiblemente un río de pelo blanco y huesos carcomidos
No sabiendo qué es peor no se puede hacer poesía, me retiro de la letra
Ya este verso afrancesado se prolonga en cada línea agotador.
sábado, 1 de mayo de 2010
SENESCO, SED AMO
Amor mío, los árboles son falos que recuerdan al cielo lo que fui,
y todos los hombres son monumentos de mi ruina.
De que sirve llorar, en este crepúsculo en que el amor empieza
si estás tú frente a mí, como lo que un dia
fuiste: presagio de mi mismo, no de mi destrucción, última rosa
para levantar la tumba,
para ponerla en pie como árbol
que contará de nuevo los cielos
mi vida, mi historia que el ocaso vuelve perdida, como
embalaje en manos de extraños
como excremento que a tus pies coloco o
abrumador relato fantástico: que yo era un perro
vagando donde no había vida,
lamiendo dia a dia la lápida que me sugiere
y ahora seré si quieres, fuego fatuo
que alumbre por las noches tu lectura, y ruido
de fantasmas para alejar el silencio, y canción
en la sombra, y mano
que no supo de otra, y hombre
buscándote en el laberinto, y allí gritando cerca
del monstruo tu nombre, e imaginando tus ojos.
Leopoldo María Panero
Agujero llamado Nevermore
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