En mi pueblo, las ventanas cantan con las palomas la nostalgia que los niños ignoran mientras juegan, las mujeres caminan bajo palios de estrellas, el ensueño de vivir se adivina en sus ojos, inocente y cautivo entre el rapto febril de los días convulsos. En mi pueblo las calles traen los ecos de voces que cifraron la luz en celosías de niebla, declinando los verbos del olvido antes de que el rencor memorice los nombres de su gente. Y aunque hoy nos cubrimos con felices sospechas y miramos incrédulos el color de la muerte, demorando el momento de ser justos y graves, porque no está de moda trascender a una sombra, no mirar los espejos, confiar de una vez en la fuerza serena de las cosas; mi pueblo es, como todos, un horizonte limpio donde podría volar la libertad, si el coraje de ser no viviese cercado por la sana indolencia de creernos a salvo, mientras gira la noche y el mundo se desangra, al frenético ritmo del dinero.
Fotografía de Raúl Aparicio |
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