Sobre un solar edificado con ladrillos de historia o libros de adecuado grosor (dizque en época latina eran todo frondas de espesado verdor) emparentesilante e incardinado, como una flor cortada entre las manos cruzadas de un cuerpo presente vivo o muerto pero quieto, y teniendo muy en cuenta la inefable verdad, apuntada por Amado Nervo (como por otros tantos muertos doctos) de que una sola de nuestras células, lectores, tiene escrita por tiempos inmemoriales la señal desoxirribonucleica de todas las razas habidas y por haber; debería ser de obligado cumplimiento regar las plantas con más frecuencia, en aderezo de sus necesidades, sin olvidar que a quien nada le parece suficiente, nunca tiene suficiente. Posíblemente algún aciago día dudemos del año en que vivimos o cuando andemos con la duda ya estemos en otro barrio, pero este particular, para las personas, y somos una ignorada mayoría, de arrabal tardío, supone menos problema que a las residentes en casas aisladas en cuyo jardín se habla un idioma en la intimidad (como podría hablarse cualquiera otro) sin la inquietante compañia de una pared tras la que mora una inteligencia peligrosamente parecida a la nuestra : seguramente alguna mala tarde olvidaremos dónde olvidamos el vaso de agua, entonces la bella lengua (repito, cualquiera de la que tengamos a bien usar sin que nos la impongan, como no sea por vía natural) descenderá con sus pétalos de variada color y veremos de nuevo, sobre la especular calva de Confucio, los reflejos dorados de la sabiduría universal, cabalmente transcritos con una grafía totalmente reconocible, como aquella que se utiliza correctamente en tantos urinarios públicos.
Lo público, representado soberanamente por la lengua materna, siendo que lo materno induce además al amamantado juego de la pereza, debería hacerse mayor, independizarse. No sé si se me entiende, pero lo creo con absoluta fe: el neoliberalismo, fatigando sin rubor el preciosismo del caminito de baldosas amarillas, ha conseguido subvertir las leyes naturales de la selección descritas por Charles Darwin, en un conjunto de ideas morales falsas, educadas, con todo el protocolo de un sistema educativo nacional, según una lista de la compra donde cabrían los más refinados caprichos obsolescentes al lado de una sandía.
La cuestión es política, en caso contrario sería bucólica, y ya sabemos hasta que límites de ingenuidad desciende la lengua cuando describe la naturaleza sin el pudor de la ciencia. O no. Al fin y al cabo, el límite entre la ingenuidad y la belleza es de esos que hay que entornar la vista, y no basta sólo con mirar. Se adivinan tiempos convulsos, relataba el alcachofero de turno en el mercado cuadrado del televisor, donde las gentes del común adquirimos esa noble virtud, crisol de civilizaciones forjadas con mano de hierro, de tener opinión versada. El caso es que las plantas siguen sin regarse: nadie parece interesado en la pedagógica actividad de echar agua a unas humildes flores, que como tiernos niñitos en la escuela, se están secando con divertidas admoniciones bajo la tutela del animador sociocultural Walt Disney. Conectados medularmente, el sístema vegetativo nervioso y el cerebro son una y la misma cosa. En el niño y en la flor. Pero igual ya no nos da para perpetuar la especie, en cuyo caso, algún día, optaremos entre ser padres o plantar un crisantemo.
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