Presto a borrarse todo, crepitan las golondrinas
al caer la tarde. Miro el rostro amado de mi madre
y me veo contemplándola. Apenas puedo reprimir
el iluso deseo de su permanencia. ¿En qué otro lugar
sino en este fondo sin fondo, en esta luz a oscuras
de la materia humana cuajando sus rosas de muerte
puedo sembrar la raíz poderosa del recuerdo?
Ella levanta ahora su mirada hacia mí y comenta
una lejana música que se advierte lejos, y yo
concentro toda mi fe en este nudo en la garganta.
Pronto me iré de aquí, donde crecí queriendo,
en múltiple color de amores viejos, donde aprendí
una voz de no sé dónde, antigua y bella, donde perdí
por primera vez algo de esa inocencia tan valiosa
que nos deja perplejos ante la vida, y nos hace
acordar el corazón con lo que de verdad importa.
Tus manos me esperan, son pequeñas como risa
de niño, mas se alargan creciendo sobre mi cuerpo.
Tu boca me nombra en silencio, me habla de un lugar
donde estuve siempre, porque no existe. Un viento
de agosto me llevará hacia ti, y plantaré un sueño.
El sueño de un árbol que da sombra al solitario.
El sueño de un árbol que desafía a la luz:
esa inclemente claridad de la vida que vence,
con recuerdo impostado, a la humilde memoria
de los días hermosos que muy seguramente
habré olvidado, y aquí, en el poema, quieren
verter aún su última tarde para siempre.
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