El llano se estremece bajo el peso indolente de las horas
y entre las flores marchitas se desenreda una vaga tristeza.
Los naranjos, el jazmín, los ricinos, las dalias junto al pozo,
pareciera que nunca existieran, son como un delgado hilo de
niebla
que se dilata por los los días desiertos del octubre sombrío.
La mañana no tiene fin: desde la muralla solo llega el silencio
y, a veces, cuando llueve, el lamento indolente del agua,
el mugido de algún lejano establo que se desvanece en la alameda
o los vagos gritos de algún zagal perdido entre los valles.
Pero yo oigo una desconocida voz que señala el perfil de una
muerte,
siento como una sombra errante que se apacigua en mis sienes,
y, si salgo al jardín, si contemplo las polvorientas ventanas de
la casa
o acerco mi frente a sus cristales y veo sus habitaciones vacías,
percibo como si un amargo sabor se desprendiera de mi
cuerpo.
Y el recuerdo viene a mí entonces como un dardo de sombra
y me convierte en un torrente de sueños que va llenando el
espacio.
Y es la cal poblada de telarañas o los cuadros olvidados en los
rincones
quienes dicen, con complacencia, que todo en el mundo es
triste huida
y que el corazón, cuando cae, el dolor lo destruye para siempre.
Pero no quiero creer que la vida sea solo una maraña que se
trenza a ciegas
y que un día llega entre polvo y ceniza la muerte y nos ciega
de un soplo los ojos
y nos agria la voz en la garganta. Y no quiero creerlo
porque cuando me detengo junto a los viejos muros de la casa
me acuerdo de sus queridos seres, los siento junto a mi rostro
y creo
que viven, están aquí, su vida es el nombre que descansa en el
recuerdo.
Fotografía de Clarence H.White |
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