miércoles, 28 de enero de 2015

SIEMPRE LECTURAS NO OBLIGATORIAS, de Wisława Szymborska



A todos nos gusta ser autores


Entre los inolvidables méritos de la antigua Grecia se encuentra también que consiguió arrancar al artista del anonimato. Los artistas existieron y crearon desde el principio de los tiempos, pero solo se les recordaba en las pequeñas comunidades en que vivían y, por lo general, hasta que dejaban de formar parte de ellas. Es lógico pensar que, hasta el nacimiento de la escritura, ninguno de sus nombres pasara a la posteridad. Pero ni siquiera las civilizaciones que sabían leer y escribir tenían la costumbre de recordar a sus escultores, constructores, pintores y a sus más excelsos artesanos.   Antes de Grecia, esto solo sucedía en Egipto y muy de vez en cuando. Alguien podría decir que, dado que en ningún sitio existía dicha costumbre, los artistas no encontraban tan doloroso su anonimato. Pero yo no estaría muy segura de esa afirmación. No a todo el mundo, por ejemplo, se le daba igual de bien partir la piedra, y al que era diestro en ello, probablemente le gustara que, cuando lo hacía, el resto notase la diferencia. 



   Tampoco los maestros del arte rupestre eran todos iguales. ¿Alguno de los investigadores actuales de estas pinturas pondría la mano en el fuego y afirmaría de manera rotunda que esos signos repartidos aquí y allá son fruto de la casualidad? Quizás expresasen algo que el autor no supo decir de otra manera:"¡Eh, atención, este enorme toro galopante y lleno de vida lo pinté yo, y os pido por favor que no lo confundáis con aquel otro, el de la pared de enfrente, rígido y mal acabado!". Dice una leyenda, quizás no sea verdad (pero no importa), sobre Sóstrato, el constructor del Faro de Alejandría, que grabó el nombre del soberano sobre el revestimiento, pero qué, bajo él, esculpió en la piedra el suyo, a sabiendas, no sin razón, de que algún día desaparecería aquel enlucido. Pero echemos un vistazo por un segundo al Medievo, durante el cual el anonimato era expresión del trabajo abnegado en alabanza a Dios. Veremos que ni siquiera en los conventos conseguían resistirse a tales impulsos. Una y otra vez, alguno de esos espléndidos miniaturistas o calígrafos, no pudiendo soportarlo más, inscribía sus iniciales de manera furtiva en algún lugar. Por esa pecaminosa soberbia le esperaban castigos disciplinarios. De mejor manera se las arreglaban los poetas armenios, monjes también, porque nadie más sabía escribir. A partir de las primeras letras de sus versos podemos deducir hoy sus nombres. Pero ya va siendo hora de volver a nuestro diccionario, porque se acaba el espacio. En él podremos encontrar el nombre de seiscientos artistas, principalmente griegos y romanos, de cuya vida y obra nos ha llegado algo de información. Es un diccionario pionero. Con sorpresa me entero por el prólogo, de que, hasta ahora, nunca nadie había realizado un trabajo similar. Más razón aún para agradecérselo al autor y desearle que su diccionario llegue en masa hasta las editoriales en el extranjero.


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