El pianista, que sufre
dolores en los hombros y en el cuello, y espera
al osteópata, canta
la Marsellesa muy despacio mientras
toca el pasaje más veloz de una pieza atonal,
demostrándose
a sí mismo el dominio de los reflejos automáticos
y el dominio imposible de los celos, pues oye, con dolor
en los hombros
y en el cuello, la Marsellesa, el piano y su angustia
mecánica, el zumbido
del teléfono que en Granada no deja de comunicar,
la llamada inminente del osteópata a la puerta.
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