viernes, 8 de mayo de 2015

EL REPETIDO TEDIO DE LOS VIAJES, de Fernando Sorrentino (Capítulo 2)



2. Mistificaciones

Durante diez años repetí idéntico viaje. Me sentía seguro y tranquilo, pero el reiterado trayecto comenzaba a aburrirme. Pensé: "La jornada se hace tediosa, pero no hay manera de modificarla: sobre este punto no hay discusión posible. Tantos viajes iguales son excesivos para un solo viajero, pero no lo serán en la misma medida para viajeros distintos. Multiplicaré entonces mis personalidades".
   Creo haber dicho que soy una persona sedentaria; aún no he declarado que también soy tímido, recatado y sensato. Tendría forzosamente que asumir un carácter audaz, petulante y alocado.
   Mi iniciación fue sencilla. un lunes 1.º de abril viajé sin boleto. El guarda -un individuo caricatural, parecido al actor norteamericano Ben Turpin- extrajo, con la fría determinación que da el cumplimiento del deber, un talonario, para cobrarme una multa de quinientos pesos. Ante su sorpresa, expuse incoherentes y confusos argumentos, cuya conclusión era la de que, en modo alguno, estaba dispuesto a pagar la multa. Turpin -azorado, indignado- insistía con correctas razones que reconocían como fuente el reglamento ferroviario. Apelé entonces a un recurso extremo. A la altura de la calle Córdoba saqué una pierna por la ventanilla, fingiendo que, en mi desesperación, iba a arrojarme del tren en marcha. Una señora gritó y se cubrió el rostro con las manos. El guarda, ayudado por varios pasajeros, venció mi falsa resistencia y me volvió bruscamente a mi asiento. Comprendí que el triunfo era mío: en medio de la silenciosa expectativa de los circunstantes, declaré con voz trémula que, si no tenía dinero para pagar el boleto, mucho menos para el importe de la multa. Casi sin dejarme terminar la frase, un señor canoso, de anteojos, se ofreció a solventar mi multa, al tiempo que extraía su billetera con tanta precipitación, que de su bolsillo interior salieron disparados dos lápices. ¡Nunca lo hubiera hecho! Furioso, me enfrenté con él y le grité en las narices, lanzando una nube de saliva voladora, que no admitía limosnas de un anteojudo. Las sonrisas iluminaron más de un rostro: el señor canoso enrojeció y, muerto de vergüenza, cambió de vagón. Turpin estaba desorientado; finalmente, dada mi peligrosidad, optó por contemporizar, aunque bien se veía que la transgresión del reglamento ferroviario, que él había convalidado, le reprochaba agriamente a su conciencia. Apelando a esos modales exquisitos e infantiles con que se intenta volver a la sensatez a un niño encaprichado, me invitó, en una especie de media lengua pueril, a que descendiera en Chacarita y tomara una Coca Cola, para lo cual me regaló cien pesos, que acepté con brusco ademán y torva mirada. Bajé, en efecto, amenazándolo con el puño. Y permanecí así, en actitud desafiante, hasta que el tren volvió a ponerse en marcha. A tal extremo me había ensoberbecido mi victoria, que me pareció que el tren se alejaba con más prisa que de costumbre, como si huyese poseído por el pavor. Con los cien pesos que me había regalado Turpin, saqué pasaje hasta El Palomar. Viajé con todo juicio en el tren siguiente. Llegué al colegio de extremado buen humor y relaté con éxito varios chistes ligeramente pornográficos en la sala de profesores. 

   Al otro día viajé a la misma hora. En esta ocasión, consideré meritorio sentarme en el suelo, ocupando transversalmente el pasillo. Los pasajeros, al advertir mis fingidos ojos extraviados, pasaban con sumo cuidado sobre mí, alzando ostentosamente los pies y dando pasos de jirafa para no pisarme. Sin duda, ése era el horario en que Turpin ejercía sus funciones. Al verme, palideció. Era evidente que no quería tener ningún tipo de contacto conmigo. Inclusive hizo un amago de volverse por donde había venido. Pero ya tenía bastantes tribulaciones con los remordimientos del día anterior. Se impuso su sentido del deber. Con un visible esfuerzo, sacó fuerzas de flaqueza y, dispuesto a todo, penetró en el vagón y empezó a requerir los pasajes. Sin embargo, la lentitud con que se demoraba en leer puntillosamente cada boleto era un claro indicio de que deseaba diferir hasta el infinito el ingrato momento de enfrentarse conmigo. Turpin cambió palabras amables con las damas, proporcionó copiosos informes a caballeros que no le habían preguntado nada, acarició a un niño y le permitió, como gran concesión, juguetear con su inalienable maquinita de control. Al fin llegó el instante en que una nueva demora, aunque fuera la más pequeña, la más insignificante, caería ya dentro de lo insólito y aun de lo sospechoso. Entonces, tras una profunda inspiración, con voz perceptible y neutra -como si no me conociera- me solicitó el boleto, sin hacer alusión alguna al sitio que yo ocupaba. Y yo, con un aire magnánimo que, sin embargo, no dejaba trasuntar ninguna expresión triunfal, con un gesto digno de quien se halla más allá del bien y del mal, metí dos dedos en el bolsillo y le entregué el boleto. 

   Alentado por los dos rotundos éxitos obtenidos, continué realizando cosas extrañas y, dentro de todo, inofensivas.
   Un día viajé sentado en el respaldo del asiento. Otro, entoné los primeros versos de la Eneida de Publio Virgilio Marón, adaptándolos hábilmente a la melodía de La Cumparsita de Gerardo Matos Rodríguez. Estas actitudes, que no tenían otro alcance que el de llamar momentáneamente la atención de los pasajeros, no me satisfacían del todo. El artista que latía en mí aspiraba a una obra maestra. Día y noche me devanaba los sesos tratando de componer una mistificación inolvidable.
   Entré así en un periodo de esterilidad, en el que no se me ocurría ninguna buena idea. En estas meditaciones, se me pasaron cinco años. Al fin, acabé por resignarme a mi hado de artista mediocre; acabé por viajar como una persona cualquiera, como una persona no tocada por el genio de la creación. La suerte era injusta conmigo: me sucedía como a esos grandes narradores y poetas argentinos de torrenciales barbas e imponentes anteojos que, a pesar de poseer todas las cualidades necesarias para ejercer con eficacia la poesía y el relato del siglo XX  (falta de imaginación, ansias de publicidad, hermafroditismo, adhesión a regímenes políticos sumamente evolucionados de la Europa oriental, desprecio por la ortografía, ignorancia de las leyes métricas, desconocimiento de la lógica y de la sintáxis, sólida incultura), no lograban -increíblemente- superar la más displicente de las páginas de Jorge Luis Borges. 

   Hasta que llegó un día en que la inspiración -cuando menos la esperaba- descendió sobre mí. Y descendió con tal fuerza que me hizo colmar toda medida, hasta el punto de que ésa fue mi última mistificación.
   Ese día -un 1.º de abril-, sereno el espíritu y clara la mente, libre de ambiciones desmesuradas, sabiamente resignado a mi sino, viajaba, como de costumbre, hacia El Palomar. Lo hacía correctamente. Para coronar mi circunspección leía con atento semblante un artículo de las Selecciones del Reader's Digest, que describía en vibrante estilo las tribulaciones sufridas por un granjero de Prescott (Arizona), cuyas ovejas, otrora mansas y amigables, habiendo sido atacadas por una especie desconocida de murciélagos hidrófobos, se volvían, minuto a minuto, más hostiles y taciturnas. Llevado por la magia del relato, yo no cabía en mí de mi indignación contra esos multiplicados murciélagos que tan inicuamente turbaban la paz del granjero de Arizona. Sólo quería que me dieran un arma y allá partiría yo, hasta la misma Arizona, a matar murciélagos: hasta tal punto me había ganado la buena causa del granjero, que inclusive hice unos movimientos con el índice, como si ya estuviera disparando mi rifle sobre innúmeros murciélagos. Afortunadamente, mi colaboración no era ya necesaria. La fuerza de voluntad del granjero, de su esposa y de sus siete hijos, aunada a un inquebrantable espíritu combativo y a una fe sin límites en el apoyo que las ovejas brindaban a su lucha, que era también la lucha de las propias ovejas, habían culminado en una concluyente y definitiva victoria sobre los murciélagos, quienes quedaron tan maltrechos y destrozados, que al autor del artículo podía decir sin hipérbole que "aquél había sido el más grande triunfo nunca jamás alcanzado por un granjero de Arizona sobre los murciélagos en muchos años".
   Radiante de alegría ante el triunfo del Bien, cerré el volumen, e, impulsado por una súbita elocuencia, me puse de pie, gritando:
   -¡Caras limpias, almas higiénicas!
   A este estentóreo conjuro, los pasajeros sufrieron un sobresalto. Sin darles tiempo para el menor movimiento defensivo, viendo en ellos una hipóstasis de los aborrecibles murciélagos, empecé a arrebatarles los cigarrillos, cartapacios, anteojos, diarios y revistas que, en distintos grados, exornaban sus personas. Frenéticamente arrojaba todos estos objetos a través de las ventanillas del tren. Todo sucedió en pocos segundos. Sobrevino un escándalo difícil de describir y fácil de imaginar. Un gurrumino de bigotitos, que no pesaría cincuenta kilos, me pegó un puñetazo imperceptible en el estómago. Entonces, simulando un ataque de nervios, le repliqué con anárquicas patadas, de las cuales sólo la primera -que lo arrojó a considerable distancia- fue necesaria, y siempre sin dejar de gritar mi enigmático estribillo:
   - ¡Caras limpias, almas higiénicas!
   En términos generales, las mujeres aullaban; los hombres menos civilizados pretendían imponerse por la violencia; los más legalistas citaban de viva voz párrafos de la Constitución; algún escéptico -que nunca falta- sonreía irónicamente. En medio de ese pandemonio, me sentí férreamente inmovilizado: dos agentes de policía me sujetaban de los brazos con una fuerza que hubiera resultado excesiva para sofrenar los ímpetus de un elefante en celo.
   En la comisaría 45 me recibieron con las puertas abiertas de par en par. En seguida me di cuenta de que lo mejor era adoptar la personalidad de un loco pacífico. Contesté las preguntas con respeto, con vaguedad, con incoherencia. En un momento dado, me eché a llorar sobre el pecho de un fornido sargento. A la mañana siguiente, tras una severa amonestación del propio jefe de la sección, me dejaron en libertad.
   Como mis reacciones se estaban volviendo imprevisibles hasta para mí, no consideré conveniente regresar a casa en tren. En medio de la alegría de un sol radiante de otoño, tomé el colectivo 108. Me repantingué en un asiento con felicidad y me puse a reír entre dientes al imaginarme la densa caravana de damas y caballeros que habría recorrido las vías, desde Sáenz Peña hasta Devoto, en busca de, digamos, de sus objetos personales.

Del libro Imperios y servidumbres, Seix Barral / Nueva Narrativas Hispánica


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...