Tan exageradamente grandes, sus ojos de ajolote, sus piernas de autonauta de la cosmopista; tan educadamente irónico, tan sutil, existencial silla sus rodillas, para enamorarse de la vida, de la literatura, y hasta de una trompeta que no suena.
Y aquel frenillo que hacía rodar la erre con la vibrante simpatía de una albóndiga en caída libre por la pendiente serena de las palabras. Descanse en pez.
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