Tengo una tendencia natural a caminar algo distraído. Hay tantas cosas sugerentes en la calle, no digamos ya, personas. Una persona es lo más sugerente que hay en el universo, aunque parezca aburridísima, y además no está a años luz de la tierra: exceptuando sólo algunas, claro está, que se empeñan en declamar a viva voz por el teléfono móvil, sus asuntos personales. Pero incluso éstas, en su género de personas ortofonéticas y resplanDECENTES, son valiosísimas, porque van perdiendo por la calzada un montón de palabras esponjosas o crujientes. Ah, se me olvidó decirles, las palabras son como los huesos de las personas, y la gramática las articulaciones del esqueleto, y la sintáxis son los tendones, y todo junto, en conjunción con la naturaleza virtual de los escaparates, o en la bucólica y serena soledad del campo, entre chopos y arroyuelos, va caminando así como quien no quiere la cosa mientras se comunica, a través del celular, con su cuñado, que es un portento bueno para nada, o le encarga a la ferretería más lejana, una tuerca de ajustar nietos a los asientos traseros del coche, o simplemente despidiendo a un empleado.
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