jueves, 7 de mayo de 2015

EL REPETIDO TEDIO DE LOS VIAJES, de Fernando Sorrentino (Capítulo 1)

       
El repetido tedio de los viajes puede causar cambios bastante significativos, aun en la personalidad más gris e imperceptible: por ejemplo, la mía.

1. El viajero frustrado

No tuve la suerte de ejercer la docencia en un colegio cercano a mi domicilio. Me tocó empezar en una Schule germánica de la vecina localidad de El Palomar.
   Supe que, para trasladarme hasta allá, debería viajar en tren. Esto tiene un encanto del que carecen los colectivos y el omnibús. Yo, por lo menos, lo creo así. Desde muy chico he considerado que locomotoras, vagones, vías, cambios, empalmes, ramales, estaciones, señales eran bellos objetos dignos de interminable interés. Sin embargo, mi placer añoraba las antiguas, negras, imponentes locomotoras de vapor, ahora casi totalmente reemplazadas por unas asépticas y cuadradas máquinas diesel, pintadas con los colores de la bandera española. El agrado de viajar en tren atemperaba, en parte, el disgusto que a mí -un individuo de hábitos indiscutiblemente sedentarios- me causaba la obligación de someterme a ese largo itinerario.
   Menos mal que yo vivía a pocas cuadras del puente del Pacífico. Tomaba el tren en la estación Palermo. Averigüé que con esa línea -el ferrocarril San Martín- era posible llegar, por ejemplo, hasta San Juan. Entonces consulté la guía Peuser y experimenté una suerte de vértigo al enterarme que entre Buenos Aires y San Juan mediaban ¡1.200 kilómetros!

   Herido en mi amor propio por mi pusilanimidad, con voluntariosa audacia me hice el propósito de realizar el viaje a San Juan. Establecí diversas fechas para mi partida y luego, indefectiblemente, las diferí. En estas dudas, se me pasaron seis años. Por fin, con íntimo dolor, admití que no me atrevería a hacer el desaforado viaje.
   Es que yo me había acostumbrado ya a un viaje de la siguientes características. Al subir al tren en Palermo, conocía de antemano el orden en que se sucederían las estaciones: Chacarita, La Paternal, Villa del Parque, Devoto, Sáenz Peña, Santos Lugares, Caseros, El Palomar. Aquí descendía, caminaba unas pocas y frescas cuadras sombreadas de eucaliptos fragantes y llegaba al colegio. Nada podía ser más sencillo. En casa, si quería, cerraba los ojos y recuperaba perfectamente los detalles de cada estación. Pero -me preguntaba-, ¿podría acaso soportar la vista de estaciones desconocidas? Estaciones llamadas Derqui o Cabred, por ejemplo, ¿no contendrían elementos atrozmente inolvidables?
   Me reproché mi cobardía: yo habría de llegar a San Juan. Pensé que sería más fácil hacerlo gradualmente. Un día viajaría hasta Húrlingham; el siguiente, hasta Morris; el tercero, hasta Riccheri...De este modo podría ir habituando mi sistema nervioso a la vista de parajes ignorados. Calculé que, al cabo de unos cuatro o cinco años, me permitiría, sin duda, cumplir mi sueño de llegar a San Juan.
   Señalé un lunes 1º de abril para poner en práctica mi invención. Si mis cálculos eran correctos, a más tardar el 6 de abril conocería la estación José C. Paz.
   Saqué, pues, boleto hasta Húrlingham; subí al tren (no creo que los pasajeros hayan advertido mi emoción); vi transcurrir las conocidas estaciones. "Todo marcha bien", me dije en El Palomar, pero, cuando el tren abandonó la estación, deploré mi imprudencia.. En Húrlingham, literalmente me arrojé al andén antes de que el tren hubiera detenido su marcha por completo. Regresé a Buenos Aires temblando. Desde entonces, mi excluyente itinerario es Palermo-El Palomar y El Palomar-Palermo. He comprendido que no tengo nada que hacer en Húrlingham. Y mucho menos en San Juan.

                    Del libro Imperios y servidumbres




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