Yace a la orilla de las palabras.
El firmamento le contagia ideas
a través del pan caliente
cuando se tocan con la mirada fría
las primeras estrellas de la mañana
Entonces el hombre blanco
con su pluma de filósofo loco
le quita el nombre a las palabras
para ganar de nuevo al sueño
sus ruinas de corcho mojado
El estupor en los supermercados
lleva la firma de su hipocresía,
cada obeso vale por cinco niños muertos
mas no hay por qué alarmarse:
él trabaja en el hábitat perfecto
Su fiesta es una miseria cubierta de oro
La constelación de viruelas que le pica
el rostro es el espejo de un tercer mundo
¿coronaste otro ocho mil?
Toca el violín, deshoja margaritas.
Vive su muerte a corazón abierto.
El cinismo del bisturí avala su crédito.
Luego se lo gasta en tragaperras.
Descansa junto al horror y lo sublime.
A veces, como es el caso, pretende conjurar
en un poema todos los males que aquejan
su estólida moral de animal
herido por la historia.
Este hombre blanco es futuro ejemplar más de cerdo insoportablemente leve de puro inflado con la comida de sus congéneres. Ahora, ¿es inevitable? ¿no podremos hacer nada? Algo más que la pesimista autocrítica de tus versos finales.
ResponderEliminarMalas temperaturas para contagiar ese pesimismo que uno trata de sacudirse.
¡Animémonos, buen Manuel!
Si no me equivoco, en su propia inevitabilidad perecerá, Miguel Ángel. Y de su pomposa orgía científica y económica, saldrá reforzado o no saldrá. Quién sabe, en todo caso, esta autocrítica está escrita en singular mayestático, o sea; el que no sea culpable, que tire la primera piedra. Por de pronto, al ministro Wert y su concepto de educación, le deseo una viruela eterna o una vejez perentoria. Confío en el hombre, pero en todo el hombre, el blanco me tiene frito. Y larga vida a Sánchez gordillo.
ResponderEliminarSalud