martes, 3 de septiembre de 2013

LENGUAS DE TRAPO: novelilla autobiológica, capítulo 3º

Los Países Bajos, un país ideal para nacer, allí se idolatra todo lo pequeño. Cuando mis padres nos trajeron a España definitivamente el cambio fue como de estar en un jardín lleno de tulipanes de colores a verte en medio de una plaza de toros con el astado a punto de salir y la gente tosiendo un poco. España aún era en blanco y negro y en la calle donde vivían mis abuelos sólo había un televisor en una casa, que se llenaba por las tardes de vecinos. El color blanco esperanza de cal de las fachadas dañaba la vista, nosotros que veníamos de casitas de colores y guarderías con columpios, nos adaptamos pronto sin embargo a la crudeza ibérica, sobre todo porque por parte de mi padre, que tenía muchos hermanos, la familía se multiplicó por tres y eran gente joven, el tio Juan con su Derby último modelo al estilo de Ángel Nieto nos daba unos paseos guapos, nos regalaron unos coches a pedales estupendos y a mí me tocó el modelo nouvelle vague, un citrôen monísimo que luego me vi en las fotos y parecía François Truffaut el día de su comunión. Aquella España de la transición en la que aparecimos como niños privilegiados, nos tenía preparadas muchas sorpresas, por ejemplo los grillos y las bolsas de pipas, para los primeros fabricábamos unas guillotinas con trocitos de madera y cuchillas de afeitar que la abuela Rafaela se ponía mala de vernos, con las bolsas de pipas nos hacíamos unas tiras largas que nos servían de cometas y corríamos detrás de las niñas para levantarles la falda, cosas todas que ahora están prohibidas porque nunca ha habido tantas cosas prohibidas como ahora aunque luego de mayor me enteré que por aquella época existía la censura franquista que era algo así como que el policía español si te pillaba en la frontera con un libro de Sartre te lo confiscaba pero para leérselo él, porque había una necesidad brutal de cultura. 
Fue llegar aquí y entrar al cole, prácticamente no me dio tiempo ni de saludar a la familia y me sentaron en un pupitre con un tintero seco, yo hacía el alumno número cuarenta de la clase porque se comprende que venía de lejos y no me iban a poner por mi cara bonita el número uno. El profesor era un señor muy mayor, veterano del Desastre de Annual, manco, así que podíamos tirarle todo lo que queríamos a la espalda cuando se volvía para la pizarra, ahora que si te has quedado manco en la guerra yo creo que desarrollas una especie de indiferencia saludable a todas las gamberradas de los mocosos, y él era así, una persona tranquila que no se inmutaba y a la hora de la verdad, con esa voz de tanque alemán, pausado pero seguro, lograba inculcarnos un respeto a las matemáticas y a la lengua que te cagabas. Así me pasó a mí, que un día, absorto como estaba en las explicaciones del profesor y aún sintiendo que tenía unas ganas locas de mear, me esperé y me esperé y acabé orinándome en los pantalones por no interrumpir la explicación de don Atanasio. Nadie quiso creerme excepto él. No pasé vergüenza porque yo sabía que la mayoría de los que estábamos allí más tarde o más temprano nos mearíamos en los pantalones y a lo mejor no por una causa tan buena como la mía, así que me volví esa tarde con los pantalones hechos una pena y una peste que no se me acercaban ni las cucarachas pero con la cabeza bien alta y mi abuela para recompensar ese acto de gallardía intelectual me puso un hoyo de pan con aceite y una jícara de chocolate.

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