SÓLO PARA FUMADORES / 10ª entrega
Fue precisamente durante la era del Marlboro y de mi
trabajo en la agencia que reventé. No es mi propósito establecer
una relación de causa a efecto entre esta marca de cigarrillos y lo
que me ocurrió. Lo cierto es que una tarde caí en mi cama y
comencé a morir, con gran alarma de mi mujer (pues entretanto,
aparte de fumar, me había casado y tenido un hijo). Mi vieja úlcera
estomacal estalló y una hemorragia incontenible me iba
evacuando del mundo por la vía inferior. Una ambulancia de
estridente sirena me llevó al hospital en estado comatoso y
gracias a transfusiones de sangre masivas pude volver a mí. Esto
es horrible y no abundo en detalles para no caer en el patetismo. El
doctor Dupont me cicatrizó la úlcera en dos semanas de
tratamiento y me dio de alta con la recomendación expresa -aparte
de medicinas y régimen alimenticio- de no fumar más.
¡No fumar más! Inocente doctor Dupont. Ignoraba con qué tipo
de paciente se había encontrado. Dos meses más tarde, incorporado
nuevamente a mi trabajo en la agencia de prensa, entre cientos de
rabiosos fumadores, tiraba al canasto diariamente un par de
cajetillas de Marlboro vacías. M-a-r-1-b-o-r-o. Mi juego gramatical
se enriqueció: broma, robar, rabo, ola, romo, borla, etc. Esto puede
hemorragias tuve y nuevas ambulancias fueron llevándome al
hospital, entre pitos y sirenas, para dejarme exánime ante los ojos
horripilados del doctor Dupont. La ambulancia se convirtió en
cierta forma en mi medio normal de locomoción. El doctor
Dupont me devolvía siempre a casa reencauchado, después de
jurarle que dejaría el cigarrillo y amenazándome que a la próxima
renunciaría a paliativos y me metería cuchillo sin contemplaciones.
Amenaza que me dejaba impávido, y la mejor prueba de ello es
que a la cuarta o quinta entrada al hospital, me di cuenta de que
para fumar no era necesario que me dieran de alta: bastaba
sobornar a una enfermera menor para que me comprara un paquete.
De Marlboro, naturalmente: lora, orla, ramo, ropa, paro, proa, etc.
Lo tenía escondido en el guardarropa, dentro de un zapato. Dos o
tres veces al día sacaba un cigarrillo, me encerraba en el baño, le
daba varias pitadas frenéticas y pasaba sus restos por el water-closet.
Diré para mi descargo que lo que contribuyó a echar por tierra
mis buenos propósitos y en consecuencia fortaleció mi vicio fue
una visión fugaz pero definitiva que tuve en el hospital. El doctor
Dupont, por buen especialista que fuese, ocupaba solo un rango
intermedio entre los gastroenterólogos del local. En la cúspide
se encontraba el patrón doctor Bismuto, que había llegado a esa
situación posiblemente gracias a su apellido profético. El doctor
Bismuto solo se ocupaba de casos extremadamente importantes.
Pero como el mío estaba a punto de convertirse en uno de ellos, el
buen Dupont obtuvo el privilegio de que me hiciera una visita.
Me la anunció con gran solemnidad y minutos antes de la hora
prevista vino una enfermera mayor para verificar que todo
estuviera en orden. Poco después la puerta se entreabrió y en
fracciones de segundo distinguí a un señor alto, escuálido y
canoso que en un acto furtivo digno de un prestidigitador se
quitaba un cigarrillo de los labios, lo apagaba en la suela de su
zapato y guardaba la colilla en el bolsillo de su mandil. Creí que
estaba soñando. Pero cuando el mandarín se acercó a mi cama,
rodeado de su séquito de internos y enfermeras, noté en sus
bigotes amarillentos y en sus larguísimos dedos marrones la
marca infamante del fumador.
¿Qué tipo de recompensa obtenía del cigarrillo para haber
sucumbido a su imperio y haberme convertido en un siervo
rampante de sus caprichos? Se trataba sin duda de un vicio, si
entendemos por vicio un acto repetitivo, progresivo y pernicioso
que nos produce placer. Pero examinando el asunto de más cerca
me daba cuenta de que el placer estaba excluido del fumar. Me
refiero a un placer sensorial, ligado a un sentido particular, como
el placer de la gula o la lujuria. Quizás en mis primeros años de
fumador sentí un agradable sabor o aroma en el tabaco, pero con
el tiempo esta sensación se había mellado y podría decir incluso
que fumar me era desagradable, pues me dejaba amarga la boca,
ardiente la garganta y ácido el estómago. Si placer había, me dije,
debía ser mental, como el que se obtiene del alcohol o de drogas
como el opio, la cocaína o la morfina. Pero tampoco era el caso,
pues el fumar no me producía euforia, ni lucidez, ni estados de
éxtasis, ni visiones sobrenaturales, ni me suprimía el dolor o la
fatiga. ¿Qué me daba el tabaco entonces, a falta de placeres,
sensoriales o espirituales? Quizás placeres más difusos y sutiles,
difíciles de localizar, definir y mensurar, ligados a los efectos de
la nicotina en nuestro organismo: serenidad, concentración,
sociabilidad, adaptación a nuestro medio. Podía decir en
consecuencia que fumaba porque necesitaba de la nicotina para
sentirme anímicamente bien. Pero si lo que necesitaba era la
nicotina contenida en el cigarrillo, ¿por qué diablos no recurría a
los puros o al tabaco de pipa que tenía a mano cuando carecía de
cigarrillos? Y eso nunca lo hice, ni en mis peores momentos,
pues lo que necesitaba era ese fino, largo y cilíndrico objeto cuyo
envoltorio de papel contenía hebras de tabaco. Era el objeto en sí el
que me subyugaba, el cigarrillo, su forma tanto como su contenido,
su manipulación, su inserción en la red de mis gestos, ocupaciones
y costumbres cotidianas.
Esta reflexión me llevó a considerar que el cigarrillo, aparte de
una droga, era para mí un hábito y un rito. Como todo hábito se
había agregado a mi naturaleza hasta formar parte de ella, de
modo que quitármelo equivalía a una mutilación; y como todo
rito estaba sometido a la observación de un protocolo riguroso,
sancionado por la ejecución de actos precisos y el empleo de
objetos de culto irremplazables. Podía así llegar a la conclusión
de que fumar era un vicio que me procuraba, a falta de placer
sensorial, un sentimiento de calma y de bienestar difuso, fruto de
la nicotina que contenía el tabaco y que se manifestaba en mi
comportamiento social mediante actos rituales. Todo esto está
muy bien, me dije, era coherente y hasta bonito, pero no me
satisfacía, pues no explicaba por qué fumaba cuando estaba solo
y no tenía nada que pensar, ni nada que decir, ni nada que
escribir, ni nada que ocultar, ni nada que aparentar, ni nada que
representar. La tiranía del cigarrillo debía tener en consecuencia
causas más profundas, probablemente subconscientes. Lejos de
mí, sin embargo, el ampararme en Freud, no tanto por él sino
por sus exégetas fanáticos y mediocres que veían falos, anos y
Edipos por todo sitio. Según algunos de sus divulgadores, la
adicción al cigarrillo se explicaba por una regresión infantil en
busca del pezón materno o por una sublimación cultural del
deseo de succionar un pene. Leyendo estas idioteces comprendí
por qué Nabokov -exagerando, sin duda- se refería a Freud como
al "charlatán de Viena".
No me quedó más remedio que inventar mi propia teoría.
Teoría filosófica y absurda, que menciono aquí por simple
curiosidad. Me dije que, según Empédocles, los cuatro elementos
primordiales de la naturaleza eran el aire, el agua, la tierra y el
fuego. Todos ellos están vinculados al origen de la vida y a la
supervivencia de nuestra especie. Con el aire estamos
permanentemente en contacto, pues lo respiramos, lo expelemos,
lo acondicionamos. Con el agua también, pues la bebemos, nos
lavamos con ella, la gozamos en ejercicios natatorios o submarinos.
Con la tierra igualmente, pues caminamos sobre ella, la cultivamos,
la modelamos con nuestras manos. Pero con el fuego no
podemos tener relación directa. El fuego es el único de los cuatro
elementos empedoclianos que nos arredra, pues su cercanía o su
contacto nos hace daño. La sola manera de vincularnos con él es
gracias a un mediador. Y este mediador es el cigarrillo. El
cigarrillo nos permite comunicarnos con el fuego sin ser
consumidos por él. El fuego está en un extremo del cigarrillo y
nosotros en el opuesto. Y la prueba de que este contacto es
estrecho reside en que el cigarrillo arde, pero es nuestra boca la que
expele el humo. Gracias a este invento completamos nuestra
necesidad ancestral de religarnos con los cuatro elementos
originales de la vida. Esta relación, los pueblos primitivos la
sacralizaron mediante cultos religiosos diversos, terráqueos o
acuáticos y, en lo que respecta al fuego, mediante cultos solares.
Se adoró al sol porque encarnaba al fuego y a sus atributos, la luz
y el calor. Secularizados y descreídos, ya no podemos rendir
homenaje al fuego, sino gracias al cigarrillo. El cigarrillo sería así
un sucedáneo de la antigua divinidad solar y fumar una forma de
perpetuar su culto. Una religión, en suma, por banal que parezca.
De ahí que renunciar al cigarrillo sea un acto grave y desgarrador,
como una abjuración.
El cuchillo del doctor Dupont fue mi espada de Damocles, con
la diferencia de que a mí sí me cayó. Eso ocurrió años más tarde,
cuando el Marlboro y su estúpido juego de palabras -bar, lar,
loma, ralo, rabo, etc.- había sido remplazado por el Dunhill en
su lindo estuche burdeos con guardilla dorada. Me encontraba
entonces en Cannes siguiendo un nuevo tratamiento para librarme
del tabaco, luego de una última estada en el hospital. Dupont había
decretado distracción, deportes y reposo, receta que mi mujer,
convertida en la más celosa guardiana de mi salud y extirpadora
de mi vicio, se encargó de aplicar y controlar escrupulosamente.
Ocupaba mis jornadas en jogging matinal, baños de sol y de mar,
larga siesta, remo en bote de goma y bicicleta crepuscular. Ello
alternado con comidas sanas y actividades espirituales pero de
bajo perfil, como hacer solitarios, leer novelas de espionaje y ver
folletones de televisión. Este calendario no dejaba ninguna
fisura por donde pudiese colar un cigarrillo, tanto más cuanto
que mi mujer no me abandonaba ni a sol ni a sombra. Al mes
estaba tostado, fornido, saludable y diría hasta hermoso. Pero en el
fondo, pero en el fondo, me sentía insatisfecho, desasosegado, por
momentos increíblemente triste. De nada me servía percibir mejor
la pureza del aire marino, el aroma de las flores y el sabor de las
comidas, si era la existencia misma la que se había vuelto para mí
insípida.
Un día no pude más. Convencí a mi mujer de que en adelante
iría a la playa una hora antes que ella y mi hijo, para aprovechar
más los beneficios de esa vida salutífera y recreativa. En el
trayecto compré un paquete de Dunhill y como era arriesgado
conservarlo conmigo o esconderlo en casa encontré en la playa
un rincón apartado, donde hice un hueco, lo guardé, lo cubrí con
arena y dejé encima como seña una piedra ovalada. Es así que muy
de mañana partía de casa a paso gimnástico, ante la mirada
asombrada de mi mujer que me observaba desde el balcón
orgullosa de mis disposiciones atléticas, sin sospechar que el
objetivo de esa carrera no era mejorar mi forma ni batir ningún
récord sino llegar cuanto antes al hueco en la arena.
Desenterraba mi paquete y fumaba un par de pitillos, lenta,
concentrada y hasta angustiosamente, pues sabía que serían los
únicos del día. Esta estratagema, lo reconozco, pudo servir mis
gustos y halagar mi ingenio, pero me rebajó ante mi propia
consideración, ya que tenía conciencia de estar violando mis
promesas y traicionando la confianza de mi mujer. Aparte de que
mi plan no estuvo exento de imprevistos, como esa mañana que
llegué a mi reducto y no encontré la piedra ovalada. El empleado
que se encargaba de rastrillar y limpiar la playa había sido
remplazado por otro más diligente, que no dejó un solo pedruzco
en la arena. Por más que escarbé por un lado y otro no di con mi
cajetilla. Decidí entonces comprar cinco paquetes y hacer cinco
huecos y poner cinco señas y dejar cinco probabilidades abiertas
a mi pasión.
Si uno quisiera contar prolijamente las cosas no terminaría
nunca de hacerlo. Todo debe tener un fin. Es por ello que me
propongo concluir esta confesión.
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