Sin haber sido un fumador precoz, a partir de cierto momento mi historia se confunde con la historia de mis cigarrillos. De mi período de aprendizaje no guardo un recuerdo muy claro, salvo del primer cigarrillo que fumé, a los catorce o quince años. Era un pitillo rubio, marca Derby, que me invitó un condiscípulo a la salida del colegio. Lo encendí muy asustado, a la sombra de una morera, y después de echar unas cuantas pitadas me sentí tan mal que estuve vomitando toda la tarde y me juré no repetir la experiencia.
Juramento inútil, como otros tantos que lo siguieron, pues años más tarde, cuando ingresé en la universidad, me era indispensable entrar al Patio de Letras con un cigarrillo encendido. Metros antes de cruzar el viejo zaguán ya había chasqueado la cerilla y alumbrado el pitillo. Eran entonces los Chesterfield, cuyo aroma dulzón guardo hasta ahora en mi memoria. Un paquete me duraba dos o tres días y para poder comprarlo tenía que privarme de otros caprichos, pues en esa época vivía de propinas. Cuando no tenía cigarrillos ni plata para comprarlos se los robaba a mi hermano. Al menor descuido ya había deslizado la mano en su chaqueta colgada de una silla y sutraído un pitillo. Lo digo sin ninguna vergüenza pues él hacía lo mismo conmigo. Se trataba de un acuerdo tácito y además de una demostración de que las acciones reprensibles, cuando son recíprocas y equivalentes, crean un statu quo y permiten una convivencia armoniosa.
Al subir de precio, los Chesterfield se volatirizaron de mis manos y fueron reemplazados por los Incas, negros y nacionales. Veo aún su paquete amarillo y azul con el perfil de un inca en su envoltura. No debía ser muy bueno este tábaco, pero era el más barato que se encontraba en el mercado. En algunas pulperías los vendían por medios paquetes o por cuartos de paquete, en cucuruchos de papel de seda. Era vergonzoso sacar del bolsillo uno de estos cucuruchos. Yo siempre tenía una cajetilla vacía en la que metía los cigarrillos comprados al menudeo. Aún así los Incas eran un lujo comparados con otros cigarrillos que fumé en esos tiempos, cuando mis necesidades de tabaco aumentaron sin que ocurriera lo mismo con mis recursos: un tío militar me traía del cuartel cigarrillos de tropa, amarrados en sartas como si fuesen cohetes, producto repugnante, donde se encontraban pedazos de corcho, astillas, pajas y unas cuantas hebras de tabaco. Pero no me costaban nada, y se fumaban.
jueves, 11 de julio de 2013
SÓLO PARA FUMADORES / de Julio Ramón Ribeyro, cuento por entregas.
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Disfruto con este regreso a la narrativa y, si se me permite, a la historia ficcionada. Siempre lo que más me gusta es cuando me cuentas historias... Lo cual no significa que no me gusten los juegos a los que nos tiene habituados.
ResponderEliminarLa verdad, Gina, es que descubrir autores como Ribeyro, aparte de ser una potente cura de humildad, es un disfrute, claro. Gracias por leerme, para mí es un honor que te gusten mis componendas literarias. Por lo pronto celebremos unos días a J.R.Ribeyro.
EliminarEscribe bien este Ribeyro y me traslada a tiempos pasados y ahumados.
ResponderEliminarSalud
Placentera lectura, mejor a ser posible acompañada de un pitillo. Mañana más.
EliminarSalud
Por supuesto. Y celebremos a las personas que recuerdan.
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