SÓLO PARA FUMADORES / 9ª entrega
Este servicio se lo pagué con creces, lo que me obliga a hacer
una digresión, pues el asunto no tiene nada que ver con el
cigarrillo, aunque sí con el fuego. Frau Trausnecker entró una
tarde desolada a mi habitación: hacía más de una hora que había
puesto en el horno un pastel de manzana, pero la puerta de la
cocina se había bloqueado y no podía entrar para sacar el pastel
que se estaba quemando. Intenté abrir la puerta primero con una
ganzúa improvisada, luego a golpes, pero era imposible y el olor a
quemado aumentaba. Me acordé entonces de que el baño estaba
al lado de la cocina y de que sus respectivas ventanas eran
contiguas. No había más que pasar de una pieza a otra por la
ventana. Le expliqué a Frau Trausnecker mi plan y me dirigí al
baño, pero ella se lanzó tras de mí chillando, trató de
contenerme, dijo que era muy arriesgado, hubo un forcejeo,
hasta que logré encerrarme en el baño con llave. Como ella
seguía protestando tras la puerta, abrí el caño de la tina y le dije
que no se preocupara, que lo que en realidad iba a hacer era
bañarme. Lo que hice fue abrir la ventana y quedé espantado: no
solo porque el cuarto piso de ese edificio obrero daba a un
hondísimo patio de cemento, sino porque la ventana de la cocina
estaba más lejos de lo que había supuesto. Pero ya no podía dar
marcha atrás, a riesgo de cubrirme de ridículo y quedar como un
fanfarrón. Me encaramé en la ventana del baño, me colgué de su
borde con ambas manos y luego de un balanceo calculado salté
hasta la ventana contigua y entré a la cocina. A tiempo, pues la
atmósfera estaba caldeada y el horno echaba humo y fuego por sus
ranuras. Abrí la puerta de la pieza y Frau Trausnecker entró,
apagó la llave del horno, cortó la corriente eléctrica, sacó el
pastel, que era un montículo de carbón ardiente y lo tiró sobre el
lavadero bajo un chorro de agua fría. La casa se llenó de vapor y
de un insoportable olor a chamuscado, al punto que tuvimos
que abrir todas las ventanas para que se aireara. Al poco rato
estábamos sentados en la sala aliviados, satisfechos y felices por
haber evitado un incendio. Pero un ruidito nos distrajo: del baño
llegaba el rumor del grifo abierto de la tina y al instante vimos
aparecer una lengua de agua en el pasillo. ¡La tina se estaba
desbordando! Pero ¿cómo hacer para entrar al baño? Yo le había
echado llave desde el interior. No me quedó más que rehacer el
camino en el sentido inverso, a pesar de las nuevas protestas de
Frau Trausnecker. De la ventana de la cocina pasé a la ventana del
baño en suicida salto sobre el abismo. Mi temeridad salvó a los
Trausnecker sucesivamente de un incendio y de una inundación.
En muchas ocasiones -es tiempo de decirlo- traté de luchar
contra mi dependencia del tabaco, pues su abuso me hacía cada
vez más daño: tosía, sufría de acidez, náuseas, fatiga, pérdida del
apetito, palpitaciones, mareos y una úlcera estomacal que me
retorcía de dolor y me forzaba a someterme regularmente a un
régimen de leche y de abominables gelatinas. Empleé todo tipo
de recetas y de argucias para disminuir su consumo y
eventualmente suprimirlo. Escondía las cajetillas en los lugares
más inverosímiles; llenaba mi escritorio de caramelos, para tener
siempre a la mano algo que llevarme a la boca y succionar en vez
del cigarrillo; adquirí boquillas sofisticadas con filtros que
eliminaban la nicotina; tragué todo tipo de pastillas
supuestamente destinadas a volvernos alérgicos al tabaco; me
clavé agujas en las orejas bajo la sabia administración de un
acupunturista chino.
Nada dio resultado. Llegué así a la conclusión de que la única
manera de librarme de este yugo no era el empleo de trucos más o
menos falaces sino un acto de voluntad irrevocable, que pusiera a
prueba el temple de mi carácter. Conocía gente -poca es cierto y
que siempre me inspiró desconfianza- que había resuelto de un día
para otro no fumar y lo había conseguido.
Solo una vez tomé una determinación semejante. Me
encontraba en Huamanga, como profesor de su universidad, que
acababa de reabrirse luego de tres siglos de clausura. Esa vieja,
pequeña y olvidada ciudad andina era una delicia. El camarada
Gonzalo no había hecho aún su aparición ni su filosofía señalado
ningún sendero luminoso. Los estudiantes, casi todos lugareños o
de provincias vecinas, eran jóvenes ignorantes, serios y estudiosos,
convencidos de que les bastaría obtener un diploma para acceder
al mundo de la prosperidad. Pero no se trata de evocar mi
experiencia ayacuchana. Volvamos al cigarrillo. Soltero, sin
obligaciones y ganando un buen sueldo, podía surtirme de la
cantidad de Camel que me diera la gana, pues había adoptado
esa marca, quizás por la afinidad que existía entre el camello y las
llamas y vicuñas que circulaban por el pueblo. Pero una noche,
conversando y fumando con mis colegas en un café de la plaza de
Armas, me sentí repentinamente mal. La cabeza me daba vueltas,
tenía dificultades para respirar, sentía punzadas en el corazón. Me
retiré a mi hotel y me tiré en la cama, confiado en que reposando
me iba a recuperar. Pero mi estado se agravó: el techo se me venía
encima, vomité bilis, me sentí realmente morir. Me di cuenta
entonces de que eso se debía al cigarrillo, de que al fin estaba
pagando al contado la deuda acumulada en quince años de
fumador desenfrenado.
Era necesario tomar una decisión radical. Pero no solo
tomarla -no fumar más- sino consagrarla con un acto simbólico
que sellara su carácter sacramental. Me levanté de la cama
tambaleante, cogí mi paquete de Camel y lo arrojé al terreno
baldío que quedaba al pie de mi ventana. Nunca más, me dije,
nunca más. Y desahogado por ese rasgo de heroísmo, caí
nuevamente en mi cama y me quedé al instante dormido.
Pasada la medianoche me desperté, recordé mi determinación
de la víspera y me sentí no solo moralmente reconfortado sino
físicamente bien. Tanto, que me levanté para consignar mi
renuncia al tabaco en líneas que imaginé, si no inmortales, dignas
al menos de una merecida longevidad. Escribí en realidad varias
páginas glorificando mi gesto y prometiéndome una nueva vida,
basada en la austeridad y la disciplina. Pero a medida que escribía
me iba sintiendo incómodo, mis ideas se ofuscaban, penaba para
encontrar las palabras, una angustia creciente me impedía toda
concentración y me di cuenta de que lo único que realmente
quería en ese momento era encender un cigarrillo.
Durante una hora al menos luché contra este llamado,
apagando la luz para tirarme en la cama e intentar dormir,
levantándome para poner música en mi tocadiscos portátil,
bebiendo vasos y vasos de agua fresca, hasta que no pude más:
cogí mi abrigo y decidí salir del hotel en busca de cigarrillos.
Pero ni siquiera salí de mi cuarto. A esa hora no había nada
abierto en Huamanga. Empecé entonces a revisar los bolsillos de
todos mis sacos y pantalones, los cajones de todos los muebles, el
contenido de maletas y maletines, en busca del hipotético
cigarrillo olvidado, tirando todo por los aires y a medida que más
infructuosa era mi búsqueda más tenaz era mi deseo. De pronto
mi mente se iluminó: la solución estaba en el paquete que había
arrojado por la ventana. Cuando me asomé a ella vi ocho o diez
metros más abajo el terreno baldío vagamente iluminado por la luz
de mi habitación. Ni siquiera vacilé. Salté al vacío como un
suicida y caí sobre un montículo de tierra, doblándome un
tobillo. A gatas exploré el desmonte alumbrado por mi
encendedor. ¡Allí estaba el paquete! Sentado entre las inmundicias
encendí un pitillo, levanté la cabeza y lancé la primera bocanada
de humo hacia el cielo espléndido de Huamanga.
Este percance fue un anuncio que no supe escuchar ni
aprovechar. Proseguí mi vida errante por diferentes ciudades,
albergues y ocupaciones, dejando por todo sitio volutas de humo y
colillas aplastadas, hasta que recalé nuevamente en París, en un
departamento de tres piezas, donde pude reunir una colección de
sesenta ceniceros. No por manía de coleccionista, sino para tener
siempre a la mano algo en qué tirar puchos o cenizas. Había
adoptado entonces el Marlboro, pues esta marca, que no era
mejor ni peor que las tantas que había ya probado, me sugirió un
juego gramatical que practicaba asiduamente. ¿Cuántas palabras
podían formarse con las ocho letras de Marlboro? Mar, lobo, malo,
árbol, bar, loma, olmo, amor, orar, bolo, etc. Me volví invencible
en este juego, que impuse entre mis colegas de la Agencia
France-Presse, donde entonces trabajaba. Dicha agencia, diré de
paso, era no solo una fábrica de noticias sino el emporio del
tabaquismo. Por estadísticas sabía que la profesión más adicta al
tabaco era la de periodista. Y lo verifiqué, pues las salas de
redacción, a cualquier hora del día o de la noche, eran espaciosos
antros donde decenas de hombres tecleaban desesperadamente en
sus máquinas de escribir, chupando sin descanso puros, pipas y
pitillos de todas las marcas, en medio de una espesa bruma
nicotínica, al punto que me pregunté si estaban reunidos allí para
redactar las noticias o más bien para fumar.
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