SÓLO PARA FUMADORES / 11ª entrega
Aquí entramos a la parte más dramática del asunto, con la
reaparición del doctor Dupont, sus sondas y sermones y sobre
todo su premonitorio cuchillo. Mal que bien, a pesar de mis
dolencias y problemas ligados al abuso del tabaco, llegué a
convivir con ellos y a tirar para adelante, como se dice, tirando de
paso pitada sobre pitada. Hasta que fui víctima de una molestia
que nunca había conocido: la comida se me quedaba atracada en la
garganta y no podía pasar un bocado. Esto se volvió tan frecuente
que fui a ver al doctor Dupont no en ambulancia esta vez, para
variar. Dupont se alarmó muchísimo, me guardó en el hospital para
someterme a nuevos y complicados exámenes y a los pocos días,
sin explicaciones claras, rodaba en una camilla rumbo a la sala de
operaciones. Me desperté siete horas más tarde cortado como una
res y cosido como una muñeca de trapo. Tubos, sondas y agujas
me salían por todos los orificios del cuerpo. Me habían sacado
parte del duodeno, casi todo el estómago y buen pedazo del
esófago.
Prefiero no recordar las semanas que pasé en el hospital
alimentado por la vena y luego por la boca con papillas que me
daban en cucharitas. Ni tampoco mi segunda operación, pues
Dupont se había olvidado al parecer de cortar algo y me abrió
nuevamente por la misma vía, aprovechando que el dibujo en mi
piel estaba ya trazado. Pero algo sí debo decir del establecimiento
donde me enviaron a convalecer, convertido en un guiñapo
humano, luego de tan rudas intervenciones.
Se llamaba "Clínica dietética y de recuperación
pos-operatoria" y quedaba en las afueras de París, en medio de
un extenso y hermosísimo parque. Sus habitaciones eran muy
amplias y disponían de baño propio, terraza, televisión y teléfono.
A ella iban a parar los que habían sufrido graves operaciones de las
vías digestivas para que reaprendieran a comer, digerir y asimilar,
hasta recobrar la musculatura y el peso perdidos. Las dos primeras
semanas las pasé sin poder levantarme de la cama. Me seguía
alimentando con líquidos y mazamorras y diariamente venía un
fornido terapeuta que me masajeaba las piernas, me hacía
levantar con los brazos pequeñas barras y con la respiración
cojines de arena cada vez más pesados que me colocaban en el
tórax. Gracias a ello pude al fin ponerme de pie y dar algunos
pasos por el cuarto, hasta que un día la enfermera jefa me
anunció que ya estaba en condiciones de someterme al control
cotidiano.
De qué control se trataba lo supe al día siguiente, cuando
vinieron a buscarme antes del desayuno. Fue la primera salida de
mi habitación y mi primer contacto con los demás pensionistas de
la clínica. ¡Espantosa visión! Me encontré con una legión de
seres extenuados, tristes y macilentos, en pijama y zapatillas
como yo, que hacían cola ante una balanza romana. Una
enfermera los pesaba y otra anotaba el resultado en un grueso
registro. Luego se arrastraban penosamente por los pasillos y
desaparecían en sus habitaciones por el resto del día.
|
Julio Ramón Ribeyro |
Al horror siguió la reflexión: ¿a dónde diablos había ido a
parar? ¿Qué disimulaba ese remedo de albergue campestre
poblado de espectros? En las próximas sesiones creí vislumbrar
la realidad. Ello no podía ser una clínica, sino la antesala de lo
irreparable. A ese lugar enviaban a los desechados de la ciencia
para que, entre árboles y flores, vivieran sus postrimerías en un
decorado de vacaciones. La pesada era solamente el último test
que permitía verificar si cabía aún la posibilidad de un milagro.
Enfermo que aumentaba de peso era aquel que, entre cien, mil o
más tenía la esperanza de salir viviente de allí. Esta sospecha la
comprobé cuando dos vecinos de corredor dejaron de asistir a la
pesada y luego me enteré, por una conversación entre enfermeras,
de que se habían "dulcemente extinguido". Ello redobló mi zozobra,
lo que me impidió comer y en consecuencia aumentar de peso.
Los platos que me traían, insípidos y cremosos, los pasaba por el
W.C. o los envolvía en kleenex que echaba a la papelera. Mi
mujer y algunos fieles amigos me visitaban en las tardes y hacían
lo indecible, con un temple admirable, para no mostrarse
alarmados. Pero algunos gestos los traicionaron. Mi mujer me
trajo un finísimo pijama de seda, lo que interpreté por un
razonamiento tortuoso como "Si te tienes que morir que sea al
menos en un pijama Pierre Cardin". Algunos amigos insistieron
en tomarme fotos, dándome cuenta entonces de que se trataba de
fotos póstumas, las que no alcanzaría a ver pegadas en ningún
álbum de familia.
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