lunes, 22 de julio de 2013

SÓLO PARA FUMADORES / 12ª entrega

Me estaba pues muriendo o más bien "dulcemente extinguiendo", como dirían las enfermeras. Cada día perdía unos gramos más de peso y me fatigaba más someterme a la prueba de la balanza. El jefe de la clínica vino a verme y ordenó, como última medida, que me alimentaran a la fuerza. Me metieron una sonda de caucho por la nariz y a través de la sonda, con un enorme émbolo, me disparaban alimentos molidos al estómago. La sonda tenía que conservarla en forma permanente, su extremo visible pegado en la frente con un esparadrapo. Era algo tan horrible que a los dos días la arranqué y la tiré por los suelos. El jefe de la clínica regresó para sermonearme y como me resistí a que me la volvieran a poner se retiró despechado, diciéndome antes de salir: "Me importa un bledo. Pero de aquí no sale hasta que no aumente de peso. Usted asume toda la responsabilidad".
Ilustración de Carlos Villalobos
     A ese imbécil no lo volví a ver más, pero a quienes vi fue a unos seres hirsutos, sucios y descamisados que fueron surgiendo detrás de los arbustos que divisaba desde mi cama, a través de los amplios ventanales. Tras esos arbustos estaban edificando un nuevo pabellón y como ya habían levantado el primer piso, los obreros y sus trabajos eran visibles desde mi cuarto. Por su piel cetrina deduje que venían de lugares cálidos y pobres, Andalucía, sur del Portugal, África del Norte. Lo que primero me sorprendió fue la celeridad y la variedad de sus movimientos. Aparecían y desaparecían subiendo ladrillos, bolsas de cemento, cubos con agua, instrumentos de albañilería, en un ir y venir continuo, que no conocía tropiezos ni improvisaciones. Imaginé el esfuerzo que hacían y por una especie de sustitución mental me sentí terriblemente fatigado, al punto que corrí las persianas de la ventana. Pero a mediodía volví a abrirlas y comprobé que esos hombres, que yo suponía doblegados por el cansancio, estaban sentados en círculo sobre el techo, reían, se interpelaban, se comunicaban con amplios gestos. Era la pausa del almuerzo y de portaviandas y bolsas de plástico habían sacado alimentos que engullían con avidez y botellas de vino que bebían al pico. Esos hombres eran aparentemente felices. Y lo eran al menos por una razón: porque ellos encarnaban el mundo de los sanos, mientras que nosotros el mundo de los enfermos. Sentí entonces algo que rara vez había sentido, envidia, y me dije que de nada me valían quince o veinte años de lecturas y escrituras, recluido como estaba entre los moribundos, mientras que esos hombres simples e iletrados estaban sólidamente implantados en la vida, de la que recibían sus placeres más elementales. Y mi envidia redobló cuando, al término de su yantar, los vi sacar cajetillas, petaqueras, papel de liar y encender sus cigarrillos de sobremesa.
Ilustración de Javier Prado
     Esa visión me salvó. Fue a partir de ese momento que estalló en mí la chispa que movilizó toda mi inteligencia y mi voluntad para salir de mi postración y en consecuencia de mi encierro. No deseaba otra cosa que reintegrarme a la vida, por ordinaria que fuese, sin otro ruego ni ambición que poder, como los albañiles, comer, beber, fumar y disfrutar de las recompensas de un hombre corriente pero sano. Para ello me era imperioso vencer la prueba de la balanza, pero como me era imposible comer en ese lugar y esa comida, recurrí a una estratagema. Cada mañana, antes de la pesada, metía en los bolsillos de mi pijama algunas monedas de un franco. Progresivamente fui añadiendo monedas de cinco francos, las más grandes y pesadas, que cambiaba al repartidor de periódicos. Logré así aumentar algunos cientos de gramos, lo que no era aún suficiente ni probatorio. Le pedí entonces a mi mujer que me trajera de casa un juego completo de cubiertos, alegando que con ellos podría tal vez alimentarme mejor que con los toscos cubiertos de la clínica. Eran los sólidos y caros cubiertos de plata que mi mujer adquirió en un momento de delirio, a pesar de mi oposición y que ahora, desviándose de su destino, se volvían realmente preciosos. Como no podía disimularlos en mis bolsillos, los fui colocando en mis calcetines, empezando por la cucharita de café hasta llegar a la cuchara de sopa. A la semana había aumentado dos kilos y más todavía cuando cosí a mis calzoncillos los cubiertos de pescado. Las enfermeras estaban asombradas por esa recuperación que no iba con mi apariencia. Un galeno me visitó, revisó mis boletines de peso, me examinó e interrogó y días más tarde la dirección me extendió la autorización de partida. Horas antes de que mi mujer viniera a buscarme en un taxi, estaba ya de pie, vestido, mirando una vez más por la ventana a los albañiles que ágiles, ingrávidos, aéreos y diría angelicales terminaban de levantar el segundo piso de ese nuevo pabellón de los desahuciados.
     Demás está decir que a la semana de salir de la clínica podía alimentarme moderadamente pero con apetito; al mes bebía una copa de tinto en las comidas; y poco más tarde, al celebrar mi cuadragésimo aniversario, encendí mi primer cigarrillo, con la aquiescencia de mi mujer y el indulgente aplauso de mis amigos. A ese cigarrillo siguieron otros y otros y otros, hasta el que ahora fumo, quince años después, mientras me esfuerzo por concluir esta historia, instalado en la terraza de una casita de vía Tragara, contemplando a mis pies la ensenada de Marina Picola, protegida por el escarpado monte Solaro. Hace veinte siglos el emperador Augusto estableció aquí su residencia de verano y Tiberio vivió diez años y construyó diez palacios. Es cierto que ambos no fumaban, de modo que no tienen nada que ver con el tema, pero quien sí fumó fue el Vesubio y con tanta pasión que su humo y cenizas cubrieron las viñas y viviendas de la isla y Capri entró en un largo período de decadencia.
                                                                                                      J.R.Ribeyro

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