Sólo hay un lugar donde mi atribulado espíritu de músico callejero respira la serenidad de las repúblicas independientes, sólo uno en el que el trolebús de la vida diaria se detiene, descarga a todos sus pasajeros, que ya empezaban a enfadarse entre ellos a causa de los pisotones y la estrechez, y se aleja como en una ensoñación romántica mientras le sobrevuelan los estorninos. Créanme, no admite matices. Ni siquiera la comodidad aristocrática del sillón orejero puede competir con este silencio religioso, con esta isla del tesoro en que sería inimaginable que sonara el teléfono móvil, o que llamara al portero automático el cartero, dos veces, o quizá más. Es un entorno absolutamente privilegiado, estás acompañado, pero no te interrumpen, la navegación por la red es gratuita, el mobiliario parece estar esperando a personas educadas y sensibles que harán un uso apropiado de él. Todo el mundo, aquí, tiene un cierto aire meditativo y trascendental que embellece sus facciones naturales, por feo que sea. Cierto es que recuerda un poco a Ikea, pero como si hubiese entrado antes de llegar yo el mismísimo Apolo para dejarlo todo ordenado y en su sitio.
En las bibliotecas públicas reina un clima de concentración muy parecido al que hay en los grandes laboratorios de astrofísica, absortos en la contemplación de una nebulosa, vagamos por las estanterías en busca de una clave que pudiera desentrañar una ínfima parte del universo que nos parece fundamental. El sonido del aire acondicionado recuerda las brisas que en tiempos de Homero removían la rubia cabellera de Ulises en sus viajes por Ítaca. No comprendo por qué está tan privilegiado el sillón orejero o el banco del parque, deben ser resabios de una época ya pasada a la que no pienso volver.
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