miércoles, 28 de agosto de 2013

QUIÉN SOY YO / Bohumil Hrabal, 9ª entrega




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De madrugada, bañado en sudor por el horror de algo desconocido, se me ofrecen imágenes que me llenan de miedo, pero también surgen otras que me curan. Esta noche no he podido dormir ni con somníferos, el único efecto que me han producido es el miedo al dolor de cabeza, que es su efecto secundario; toda la mañana me he sentido como si tuviera resaca. Pues bien, de madrugada se me ofreció una imagen... yo pasaba las vacaciones en los Tatras, con unos amigos, y un día nos apeteció subir en el teleférico a la cumbre de la montaña de Grúñ. Era verano, la mañana era más bien fresca y una cuerda muy larga, de la que colgaban las sillas, remolcaba hacia la cima un sinnúmero de figuras humanas, de jerséis y cazadoras de todos los colores, de rodillas desnudas, y como aún nadie hacía el viaje de regreso, todos los rostros vueltos hacia arriba y las siluetas inmóviles subían hacia la cima, de allí bajaban las sillas con el asiento plegado, de modo que se podía leer el número de cada una, los números iban disminuyendo, cada uno más bajo que el anterior, mientras las pequeñas ruedas chirriaban melódicamente, en cada poste había cuatro y en el que hacía tres había seis... 

 

De modo que subimos para quedarnos a comer y pasear hasta el pie de las más altas montañas, admirar las vistas de los valles de Vrátná Dolina desde los numerosos miradores y luego, a media tarde, bajar en el teleférico. A medida que íbamos bajando, las montañas crecían alrededor de nosotros, y a nuestro encuentro, a intervalos de tres en tres o en grupos más grandes, venían subiendo sillas con personas ceremoniosamente sentadas, casi todo el mundo miraba a los ojos del que venía a su encuentro, y los números de las sillas vacías que bajaban disminuían mientras los de las que subían crecía. Pero en esta primera ronda sólo me fijé en los rostros de las bellas muchachas, de los jóvenes, los niños y los ancianos... y al cruzarnos, todos bajaban la vista para volver a alzarla en el último momento y mirarnos un rato, una mirada fugaz pero tan profunda que aquel descanso se convirtió en un viaje extenuante, hasta el punto de que casi todos los participantes en ese viaje pendular de sillas suspendidas se sentían fatigados por el juego de miradas y trataban de evitar la mirada del otro, pero la fuerza del fluido que irradiaban los ojos podía más que nada, y el viaje era un vuelo surgido de los sueños, impregnado de esperanza, un flirteo de un orden más elevado, un paseo dominical por la plaza, un juego de miradas que debilitaba el cuerpo y excitaba el alma. Al llegar abajo, cuando el viajero liberaba la barra de seguridad de su asiento como si descendiera de unos caballitos de feria, un operario tuvo que ayudarnos a bajar de las sillas, poner el pie en tierra firme, viajeros extenuados hasta el punto de que las piernas no nos respondían, tan desfallecidos nos había dejado aquel juego de miradas... Y mientras tanto mi silla, aún tibia, dio la vuelta, ruidosamente, arrastrada por el mecanismo y su número, que al bajar disminuía aritméticamente, una vez en la base empezaba a adquirir valor numérico y ya se dirigía para acoger a un nuevo viajero, y yo, ebrio de tantas miradas humanas y tambaleándome, fijé la mirada cansada en un enorme contrapeso cúbico de hormigón, reforzado con barras de hierro, que con su fuerza de diez toneladas tensaba el cable que se dirigía desde el valle hacia arriba, hasta la cima del Grúñ... las vigas estaban pintadas de rojo, el cubo de negro, la pintura se pelaba y se entreveía el color del hormigón vertido. Después de aquella primera experiencia mis amigos no desearon sino volver a subir y a bajar en teleférico, cada día hacer de nuevo aquel viaje que tenía un no sé qué de erótico, aquel viaje melancólicamente bello, bello como un ensueño. El pintor Jan Smetana estaba tan maravillado por aquella ronda que parecía embellecido, y cada noche hablaba de aquella experiencia voluptuosa, de aquel lujo que nos permitíamos, de aquel sueño erótico que duraba veinte minutos arriba y veinte minutos abajo, a seis coronas el viaje. Y Jan Smetana me dijo, subiendo y bajando para saborear las miradas de las muchachas que ascendían al cielo, el verlas acercarse y alejarse sin podernos evitar, sin poder esquivar nuestros ojos ansiosos, como si paseásemos por la plaza mayor de una ciudad, donde las miradas vienen al encuentro y en seguida se buscan atrás... pues Jan Smetana me dijo en una de las últimas rondas que aquella experiencia le hizo pensar en una pintura de Rene Magritte, aquella en la cual llueven señores del cielo, todos iguales, vestidos con un traje de confección y un sombrero hongo... Jan Smetana me confesó un sueño... estaba plantado al pie del teleférico y no había nadie, las sillas subían y bajaban, y de repente llegaron sesenta Rene Magrittes y uno tras otro se sentaron en las sillas del teleférico y subieron, y Jan Smetana hubiera querido pintar el momento en el que el primero de los sesenta Rene Magrittes empezó a bajar al encuentro de toda la procesión, sí, le hubiera encantado pintar ese momento en homenaje a Rene Magritte... Y a mí, que tengo que tomar somníferos para poder dormir un ratito, por la madrugada me visitan imágenes, imágenes que me asustan pero a las que acabo dando la bienvenida porque no tengo más remedio, a mí un día se me apareció el teleférico de Grúñ, soñé una variación del sueño de Jan Smetana... nadie subía ni bajaba, las sillas chirriaban vacías, los números disminuían y luego crecían... y súbitamente vi a Goethe plantado en la cima de Grúñ, y a otro Goethe, con el mismo traje y de la misma edad, abajo, ambos se hicieron una señal y subieron a la silla, uno arriba y el otro abajo, ambos se acomodaron, vi cómo se acercaba el momento en que estarían tan cerca que se podrían dar la mano... y vi cómo pasaban de largo, al igual que le pasó a Goethe en realidad camino de Italia y su carroza topó con la que volvía de Italia, Goethe se había encontrado consigo mismo y anotó aquel encuentro insólito... Y en aquel momento en la madrugada yo fui consciente de que sería retribuido por el insomnio, por haber sudado, por el horror de tener, bajo los párpados cerrados, los ojos abiertos como margaritas, acechantes... 

 

Y volví a ver el teleférico abandonado de Grúñ, las máquinas estaban en marcha, las ruedas giraban, las sillas venga subir y bajar, los números ahora disminuían, ahora crecían, yo estaba al pie del teleférico y en cada silla me metía a mí mismo, empezando por el niño de americana roja y sombrero negro con plumas de gallo, luego vino un muchacho vestido de marinero, después un estudiante muy apuesto, todas las fases de mi vida durante sesenta años las fui metiendo una por una en las sillas que subían al cielo, en unas sillas marcadas con números crecientes, y una vez en la cima de la montaña, cuando el niño de la americana roja de botones dorados saltó al suelo, los números empezaron a disminuir en las sillas que bajaban... y entonces fui yo quien subió en la silla, yo, un viejo medio calvo con una sonrisa cándida, alcé la vista y vi cómo sesenta figuras masculinas subían al cielo delante de mí por aquella escalera de Jacob, vi las cabezas y las espaldas de sesenta momentos, uno por cada uno de mis años... y a medida que subía contemplaba cómo un niño de americana roja bajaba a mi encuentro, de repente vi cómo ambas procesiones de mi vida se cruzaban, y lo más importante era que a mí, un viejo, se me acercaba un niño de americana roja. Nos podíamos dar la mano pero no lo hicimos, sólo nos contemplamos y sí, sí, ahora era yo quien subía la escalera de Jacob y bajaba al mismo tiempo, mis sesenta años iban pasando y yo observaba aquella triste y exultante confrontación, la cremallera rota, los dos trenes que se cruzaban en una estación irreal, no veía nada que no fuera mi propio rostro, mi propia figura, me veía por delante y por detrás, crecía para volver a disminuir, y cuando, una vez en la cumbre, la silla del último de los yo dio la vuelta, vi que el camino por el que los yo se habían alzado al cielo estaba vacío, pero al pie un muchacho vestido de marinero acababa de bajar de la silla y saludaba agitando la gorra marinera... y así, cada una de las figuras, todas más jóvenes que yo, una por una bajaron de un salto, la cadena entera había bajado ya para perderse bajo los pesos gigantescos... y yo continué plantado allá arriba, el teleférico se movía, todo chirriaba y brillaba...

En aquella visión matinal vi a Jan Smetana que sonreía, contento, con los ojos cerrados, y yo le dije... Salir es nacer y entrar es morir... ha escrito Lao Tse... Y Jan Smetana asintió con la cabeza y dijo, te lo agradezco...
El teleférico de Grúñ, sillas de plástico color rojo coral, azul cielo, amarillo plátano, con los números negros pintados en los asientos y los respaldos...
Todo lo que se aleja vuelve.
El eterno retorno de lo mismo...
Todo surge de su contrario.
El teleférico de Grúñ.

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