jueves, 22 de agosto de 2013

QUIÉN SOY YO / de Bohumil Hrabal, 5ª entrega



Cuando estudiaba en el instituto ya podía beber cerveza, y allí donde íbamos yo era el primero en hacer publicidad de la cerveza. No paraba de empinar el codo y decía en voz alta, ¡Caramba!, ¡qué cerveza!, y vaciaba una jarra tras otra con tanto gusto que no sólo el tabernero sino incluso todos los clientes quedaban maravillados... Así pues, rondábamos por las tabernas, yo bebía cerveza por todo un regimiento y siempre tras la tercera jarra empezaba a hablar por los codos; donde más nos gustaba dejarnos caer era en la cervecería de Vodvárka; y es que el señor Vodvárka era un personaje extraordinario, siempre desenfadado, no había nadie como el señor Vodvárka, era el número uno. Cada vez que venía a vernos, a mi padre se le ponían los pelos de punta: su llegada significaba tener que ir a Praga y una vez allí, directamente a Smelhaus, sí, el alma se le iba detrás de esa cervecería. En cuanto entrábamos, el señor Vodvárka pegaba un billete de cien coronas en la frente del violoncelista, de manera que, la próxima vez, apenas aparecíamos en la puerta, los músicos ya tocaban una polca animadísima... Una vez acomodados, mi padre no cesaba de recordar que ya era hora de irnos, pero el señor Vodvárka no paraba de girar como una peonza, sonriendo y lanzando sus chistes en todas direcciones; mi padre estaba triste porque no podía beber demasiado, tenía que conducir, primero la moto y luego el coche, y cada vez que íbamos a Praga el señor Vodvárka decía, pararemos un momentito en Smelhaus... y siempre salíamos a la hora de cerrar, acompañados por los músicos, que tocaban para nosotros incluso en la calle, y al rayar el alba el señor Vodvárka nos hacía parar en un pueblo a medio camino de casa, despertaba al tabernero y pedía cerveza y café, también despertaba a los músicos para que tocaran para nosotros, y llamaba a las ventanas de todas las casas del pueblo por si los habitantes nos querían acompañar y divertirse con nosotros, y mi padre se sentaba como una estatua sin dejar de mirar el reloj y murmuraba que al cabo de un par de horas tenía que estar en la oficina de la fábrica de cerveza... Cadenas enteras de tabernas y cervecerías y bares y restaurantes frecuenté de pequeño, de adolescente y de adulto, en mis numerosísimos y variadísimos empleos...

Ahora, pues, estoy sentado en El Tigre de Oro, sonriendo, durante todo ese rato no he oído nada ni a nadie, como si me encontrara solo en medio de un bosque en calma; sólo oigo al señor Ruis que cuenta... Al llegar a Copenhaguen, en el aeropuerto nos esperaban dos coches, era la primera vez que aceptábamos una invitación sin saber quién nos invitaba, quién tenía que pagarnos aquellos honorarios verdaderamente dignos de un rey. Los coches atravesaron la oscuridad, salimos de Copenhaguen, dos señores, cada uno en un coche, vestidos con smoking, tranquilos, nos acompañaron hasta un gran edificio, se abrió una puerta enrejada y los coches entraron en el patio por los barrotes en las ventanas supimos que estábamos en una cárcel. Luego nos llevaron a un banquete presidido por el director de la cárcel, para, más tarde, tocar delante de los prisioneros que abarrotaban la capilla... Interpretamos un concierto de Dvorák y el cuarteto De mi vida de Smetana, y mientras sonó la música reinó un silencio tan absolutamente sepulcral que nos dimos cuenta de que nunca habíamos tenido un público como aquél; al final nadie aplaudió, todo el mundo permaneció sentado inmóvil, profundamente emocionado por la música, nos levantamos e hicimos reverencias, pero los presos nada, continuaron con la cara entre las manos... aquél fue el mejor público que nunca hemos tenido, comparable sólo con el de Oxford, donde tocamos el año pasado y todo el mundo vestía de frac, elegantísimo, y cuando acabamos de tocar Dvorák, Smetana y Janácek, los oyentes se limitaron a levantarse en silencio, las camisas blancas lucían dentro de sus fracs, nosotros delante de ellos, también de frac, hacíamos reverencias, ya nos íbamos, nos volvimos y el público nada, tan afectado estaba, aquella vez también tocamos el cuarteto que Dvorák escribió a la muerte de sus hijos, y De mi vida de Smetana, y un cuarteto de Janácek, tan profunda es la música, nuestra música, que tanto en Oxford como en la cárcel de Copenhaguen los oyentes no se atrevieron a romper la unión mística ni con un solo batir de palmas. Señores, ¿qué es la música en el fondo, qué es lo que tanto nos conmueve en ella? De hecho nada... o sea todo... Eso dijo el señor Ruis y todos nos sentimos tan emocionados que preferimos esconder la cara en las jarras acabadas de llenar.

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