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Nunca, ni en sueños se me hubiera ocurrido desear o intentar cambiar los acontecimientos políticos que me ha tocado vivir. Nunca he deseado cambiar ni el lenguaje ni el mundo, y si he citado a Marx, o a Rimbaud, o a Mallarmé, fue siempre porque deseaba cambiar lo que tenía a mi alcance, esto es, a mí mismo. Por eso jamás me he considerado otra cosa que un testimonio de mi época, nunca su mala conciencia, y es que desde siempre me ha seducido la realidad anterior a mí, anterior al niño, que sólo deseaba reflejarse en ella, tanta belleza me aportaban incluso los más terribles acontecimientos. Siempre fui la sota de la baraja que, bajo el sol, pasea con un cascabel en la mano; aún hoy llevo el gorro de los payasos. Creo que fui honrado cuando di testimonio de la Segunda Guerra Mundial desde mi puesto de ferroviario, aquellos acontecimientos que horrorizaron mis ojos incrédulos ante tanta barbarie, y una vez acabada la guerra, vi cerca y dentro de mí tanto bello horror y participé en tantos sufrimientos amorosos que todo aquello aún hoy no me deja dormir tranquilo, y es que mi vida, en apariencia aburrida y corriente, contiene en el fondo bastante dramatismo. Sí, creo que he sido honrado en cuanto a mi convivencia con esta nación, aunque tengo mis dudas sobre sus cualidades, como dudo de mi propia moralidad; de hecho soy algo blasfemo, hereje respecto a los ideales en que confía mi pueblo, esos que lleva incluso bordados en su bandera, sí, desconfío enormemente del lema según el cual la verdad triunfa, dudo mucho que seamos una nación que desea la verdad, que confía en ella, pero no por eso dejo de reconocerla en aquellos que la preconizaron y pagaron por ella, como Jan Hus, el rey Jorge de Podébrady, y más recientemente el profesor y presidente Masaryk. Vivo en un país de soberanía limitada, verdad que Brezhnev puso de manifiesto, y esas palabras no me afectan, ni más ni menos que las que afirman que la verdad triunfa.
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