QUIÉN SOY YO / de Bohumil Hrabal, 6ª entrega
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He
aquí un hombre que no es él mismo; inmóvil, contemplo Praga desde lo
alto, delante del monasterio de Strahov, a mis pies se extienden los
jardines del Seminario, en el fondo está la catedral de San Vito, el
Castillo. Aquí estoy yo, casi calvo, la frente arrugada donde lo llevo
todo, como un soldado romano. Profundas arrugas en las comisuras de los
labios y la boca que se me hunde por los dientes arrancados y la
prótesis. Los ojos también se hunden, de dormir poco y de beber en
exceso.
Mi cerebro es la nuez de Cenicienta, en vez de vestidos tengo
ahí toda clase de trastos viejos, de situaciones límite, de carambolas,
de fisionomías, de fragmentos de frases, de acontecimientos, viejo
trastero que agota mi cabeza, a punto de reventar. Camino como un palo
de telégrafo porque me han sacado seis vértebras cervicales. Me gusta la
soledad ruidosa, el grito silencioso, las pistas de tenis. Llevo un
polo a rayas horizontales, que me compré una vez en Nuremberg, al salir
de la bodega del ayuntamiento donde había tomado cerveza de trigo que
chisporroteaba como si fuera champán. Encima del polo llevo una cazadora
Burberry, cuando la vi en Chipre no lo pude resistir y la compré. Llevo
el cuello levantado, en la mano tengo el volumen octavo de la Historia del Arte de
José Pijoan, y la cremallera de la cazadora está abierta hasta abajo.
Chulo. Detrás de mí se alza el Castillo real, y me repito los nombres de
los que desde él reinaron: los príncipes de Bohemia, los reyes de
Bohemia, los Habsburgo, los presidentes de la república, Hitler, más
presidentes, luego Jruschov y Breznev, toda una amalgama acumulada en
mí; añadamos a eso la sangre francesa que circula por mis venas, y es
que un soldado de Napoleón, herido en la batalla de Austerlitz, dejó
embarazada a una chica de Moravia, una de las mujeres que le arrastraron
a su casa para curarle. Y a juzgar por los pómulos salidos, pertenezco a
los habitantes de Moravia, porque los ávaros, los tártaros y los
magiares dejaron embarazadas a las mujeres y las hijas de Moravia... Y
ahora estoy aquí, con los ojos como platos. Clarísimo, este país es
demasiado bonito para que pase desapercibido a los ojos de sus vecinos;
durante el tiempo que llevo aquí, he recorrido no sólo mi propio destino
sino también el de este pueblo, invadido por el ejército soviético como
hace miles de años por el renacimiento otoniano. No hay nada que hacer,
es mejor pensar que todo está bien. Mi bisabuelo, descendiente del
ejército francés, solía emborracharse a tal extremo que pocas veces
llegaba a casa, prefería la cuneta. Sólo abandonó esa costumbre después
de que mi abuelo Tomás y su hermano intentaron ahogarle. A una tía
lejana le gustaba hablar en alemán, un primo lejano cayó delante de
Stalingrado con uniforme del Reich. A mi abuela Kati, cuando se casaba,
le nació su hermana. Su hermano mayor, Methud, insultó a su madre porque
le parecía de mal gusto tener hijos cuando casas a una hija. Los dos
hijos de Methud nacieron mudos. Él empezó a rezar creyendo que los hijos
mudos eran un castigo por haber insultado a su madre. Cuando fueron
mayores, sus hijos mudos entraron en un seminario para dedicarse a la
venta de hábitos clericales. Una prima, Milada, se enamoró del hijo de
un carnicero que, como segundo hijo, fue obligado a estudiar teología
para convertirse en sacerdote, pero, al morir su hermano mayor, al casi
sacerdote le llamaron a casa para convertirlo en carnicero. Pero nadie
habría dicho que fuera carnicero. Milada se casó con él y le ayudaba en
la carnicería hasta que llegó el Ejército Rojo; entonces se hizo
comunista, a partir del cuarenta y ocho fue gerente de una empresa
nacionalizada y no quiso saber nada más de la carnicería. Ése, pues, es
un pequeño fragmento de mi ramificadísima familia. Durante la guerra, mi
primo Václav cantaba en la ópera alemana. Después se hizo miembro del
partido. Éste es un trozo de mi familia y de hecho un trozo de mí mismo,
como lo es el destino del Castillo de Praga, y el destino de un país
que, por ser tan bonito, siempre ha sufrido invasiones o amistades
teñidas de sangre de parte de sus vecinos más fuertes que quisieron
hacerlo suyo. En el año treinta y nueve, cuando el país se llenó de
alemanes, invité a casa, totalmente borracho, a varios soldados jóvenes
que no encontraban alojamiento. En el cuarenta y cinco, al llegar el
Ejército Rojo, traje a casa a dos o tres soldados soviéticos que se
instalaron allí hasta recibir la orden de retirada. Ése también soy yo. A
cualquier persona que me viene a ver, a cualquier persona que
encuentro, la escucho y le hago caso hasta olvidarme de mí mismo. Así,
escuchándola, muy pronto estoy de su parte. Y no me doy cuenta de lo que
acabo de hacer hasta que ya es demasiado tarde. Sólo entonces despierto
de mi atontamiento. ¿Es una ventaja? ¿O más bien un error? Yo soy quien
soy, o más bien soy los demás, todo lo que se halla fuera de mí. No soy
sino una máquina fotográfica, una cinta magnetofónica. Y después,
guiado por ese manual autodidáctico mío, recorto sólo mis imágenes, mis
palabras. El mejor personaje que hay en mí, mi manual, mi maestro, me
aconseja hacer caso a los que quería de pequeño y más tarde en mi
juventud. Las personas a quienes les falta un tornillo, las personas
corrientes sin ningún trabajo especial, los perdedores, los que están en
el margen del abismo de donde no hay retorno, los niños y las chicas
guapas, la gente que vive en chabolas y en viejos vagones reformados,
las personas sin demasiada formación y que tal vez por eso prefieren las
cosas corrientes y las conversaciones de cada día, las personas que no
tienen nada más que el honor y el saber avergonzarse, balbucear, cometer
una plancha tras otra y dar pasos en falso y, cuando alguien les mira
directamente, enrojecer como una gamba, la gente que sabe cultivar nabos
y patatas en el huerto de su casa y que sabe engordar un cerdo...
Es en
esa clase de gente en la que ahora pienso, plantado delante del
monasterio de Strahov, enfundado en un polo a rayas comprado en
Nuremberg y en una cazadora de color azul marino desabrochada y con el
cuello levantado como se lleva hoy en día, con un libro sobre arte
moderno traducido del castellano en la mano, mientras por mi sangre
circulan partículas de franceses, magiares, tártaros y ávaros... Y
contemplo mis zapatos, son marrones, perforados, comprados en Larnac, en
Chipre, allí mismo donde nació Zenón de Citio, fundador del estoicismo,
y en vida del cual los griegos traspasaron su imperio a los romanos, traslado imperii, y
Zenón, si no quería amargarse la vida, no tuvo más remedio que
convertir la derrota en triunfo, vivir a costa de quien reinaba entonces
y, con la vista puesta más allá, compartir los sufrimientos de su
nación, que eran los suyos propios. Estoy plantado aquí, diez arrugas
coronan mi frente, estoy de pie como un viejo San Bernardo y miro a lo
lejos, muy lejos, hacia mi infancia, hacia el alba de la historia de
este pueblo, y es de eso de lo que ahora vivo...
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