viernes, 23 de agosto de 2013

QUIÉN SOY YO / de Bohumil Hrabal, 6ª entrega



2
He aquí un hombre que no es él mismo; inmóvil, contemplo Praga desde lo alto, delante del monasterio de Strahov, a mis pies se extienden los jardines del Seminario, en el fondo está la catedral de San Vito, el Castillo. Aquí estoy yo, casi calvo, la frente arrugada donde lo llevo todo, como un soldado romano. Profundas arrugas en las comisuras de los labios y la boca que se me hunde por los dientes arrancados y la prótesis. Los ojos también se hunden, de dormir poco y de beber en exceso.
Mi cerebro es la nuez de Cenicienta, en vez de vestidos tengo ahí toda clase de trastos viejos, de situaciones límite, de carambolas, de fisionomías, de fragmentos de frases, de acontecimientos, viejo trastero que agota mi cabeza, a punto de reventar. Camino como un palo de telégrafo porque me han sacado seis vértebras cervicales. Me gusta la soledad ruidosa, el grito silencioso, las pistas de tenis. Llevo un polo a rayas horizontales, que me compré una vez en Nuremberg, al salir de la bodega del ayuntamiento donde había tomado cerveza de trigo que chisporroteaba como si fuera champán. Encima del polo llevo una cazadora Burberry, cuando la vi en Chipre no lo pude resistir y la compré. Llevo el cuello levantado, en la mano tengo el volumen octavo de la Historia del Arte de José Pijoan, y la cremallera de la cazadora está abierta hasta abajo. Chulo. Detrás de mí se alza el Castillo real, y me repito los nombres de los que desde él reinaron: los príncipes de Bohemia, los reyes de Bohemia, los Habsburgo, los presidentes de la república, Hitler, más presidentes, luego Jruschov y Breznev, toda una amalgama acumulada en mí; añadamos a eso la sangre francesa que circula por mis venas, y es que un soldado de Napoleón, herido en la batalla de Austerlitz, dejó embarazada a una chica de Moravia, una de las mujeres que le arrastraron a su casa para curarle. Y a juzgar por los pómulos salidos, pertenezco a los habitantes de Moravia, porque los ávaros, los tártaros y los magiares dejaron embarazadas a las mujeres y las hijas de Moravia... Y ahora estoy aquí, con los ojos como platos. Clarísimo, este país es demasiado bonito para que pase desapercibido a los ojos de sus vecinos; durante el tiempo que llevo aquí, he recorrido no sólo mi propio destino sino también el de este pueblo, invadido por el ejército soviético como hace miles de años por el renacimiento otoniano. No hay nada que hacer, es mejor pensar que todo está bien. Mi bisabuelo, descendiente del ejército francés, solía emborracharse a tal extremo que pocas veces llegaba a casa, prefería la cuneta. Sólo abandonó esa costumbre después de que mi abuelo Tomás y su hermano intentaron ahogarle. A una tía lejana le gustaba hablar en alemán, un primo lejano cayó delante de Stalingrado con uniforme del Reich. A mi abuela Kati, cuando se casaba, le nació su hermana. Su hermano mayor, Methud, insultó a su madre porque le parecía de mal gusto tener hijos cuando casas a una hija. Los dos hijos de Methud nacieron mudos. Él empezó a rezar creyendo que los hijos mudos eran un castigo por haber insultado a su madre. Cuando fueron mayores, sus hijos mudos entraron en un seminario para dedicarse a la venta de hábitos clericales. Una prima, Milada, se enamoró del hijo de un carnicero que, como segundo hijo, fue obligado a estudiar teología para convertirse en sacerdote, pero, al morir su hermano mayor, al casi sacerdote le llamaron a casa para convertirlo en carnicero. Pero nadie habría dicho que fuera carnicero. Milada se casó con él y le ayudaba en la carnicería hasta que llegó el Ejército Rojo; entonces se hizo comunista, a partir del cuarenta y ocho fue gerente de una empresa nacionalizada y no quiso saber nada más de la carnicería. Ése, pues, es un pequeño fragmento de mi ramificadísima familia. Durante la guerra, mi primo Václav cantaba en la ópera alemana. Después se hizo miembro del partido. Éste es un trozo de mi familia y de hecho un trozo de mí mismo, como lo es el destino del Castillo de Praga, y el destino de un país que, por ser tan bonito, siempre ha sufrido invasiones o amistades teñidas de sangre de parte de sus vecinos más fuertes que quisieron hacerlo suyo. En el año treinta y nueve, cuando el país se llenó de alemanes, invité a casa, totalmente borracho, a varios soldados jóvenes que no encontraban alojamiento. En el cuarenta y cinco, al llegar el Ejército Rojo, traje a casa a dos o tres soldados soviéticos que se instalaron allí hasta recibir la orden de retirada. Ése también soy yo. A cualquier persona que me viene a ver, a cualquier persona que encuentro, la escucho y le hago caso hasta olvidarme de mí mismo. Así, escuchándola, muy pronto estoy de su parte. Y no me doy cuenta de lo que acabo de hacer hasta que ya es demasiado tarde. Sólo entonces despierto de mi atontamiento. ¿Es una ventaja? ¿O más bien un error? Yo soy quien soy, o más bien soy los demás, todo lo que se halla fuera de mí. No soy sino una máquina fotográfica, una cinta magnetofónica. Y después, guiado por ese manual autodidáctico mío, recorto sólo mis imágenes, mis palabras. El mejor personaje que hay en mí, mi manual, mi maestro, me aconseja hacer caso a los que quería de pequeño y más tarde en mi juventud. Las personas a quienes les falta un tornillo, las personas corrientes sin ningún trabajo especial, los perdedores, los que están en el margen del abismo de donde no hay retorno, los niños y las chicas guapas, la gente que vive en chabolas y en viejos vagones reformados, las personas sin demasiada formación y que tal vez por eso prefieren las cosas corrientes y las conversaciones de cada día, las personas que no tienen nada más que el honor y el saber avergonzarse, balbucear, cometer una plancha tras otra y dar pasos en falso y, cuando alguien les mira directamente, enrojecer como una gamba, la gente que sabe cultivar nabos y patatas en el huerto de su casa y que sabe engordar un cerdo...


Es en esa clase de gente en la que ahora pienso, plantado delante del monasterio de Strahov, enfundado en un polo a rayas comprado en Nuremberg y en una cazadora de color azul marino desabrochada y con el cuello levantado como se lleva hoy en día, con un libro sobre arte moderno traducido del castellano en la mano, mientras por mi sangre circulan partículas de franceses, magiares, tártaros y ávaros... Y contemplo mis zapatos, son marrones, perforados, comprados en Larnac, en Chipre, allí mismo donde nació Zenón de Citio, fundador del estoicismo, y en vida del cual los griegos traspasaron su imperio a los romanos, traslado imperii, y Zenón, si no quería amargarse la vida, no tuvo más remedio que convertir la derrota en triunfo, vivir a costa de quien reinaba entonces y, con la vista puesta más allá, compartir los sufrimientos de su nación, que eran los suyos propios. Estoy plantado aquí, diez arrugas coronan mi frente, estoy de pie como un viejo San Bernardo y miro a lo lejos, muy lejos, hacia mi infancia, hacia el alba de la historia de este pueblo, y es de eso de lo que ahora vivo...

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...