Me levanto todos los días de noche, a las dos de la madrugada. Vierto en la taza un poco de Vía Láctea y una cucharada de Materia Oscura: mi batido galáctico de chocolate. Luego abro la ventana de par en par haga el tiempo que haga, y cuento la misma estrella un millón de veces; este ejercicio me procura una especie de paz y un tremendo cansancio, así que pongo en el horno un satélite y al rato se convierte en un pastel de gelatina rosada con un anillo de asteroides como guarnición. Lo dejo enfriar a la luz de la luna y me lo como.
Es el momento, un par de horas antes que amanezca, de razonar sobre las esferas celestes. Parto una cebolla en aros. He llegado al convencimiento propio, mucho después de haberlo leído en los libros, claro está, que el cosmos tiene muchas capas, algunas de ellas incompatibles con el estómago, que el centro de la cebolla hubo de ser, muchos miles de años atrás, el centro del universo. Esta disciplina me provoca un letargo que suele coincidir con la aparición en el horizonte de un enorme pan redondo de pueblo que llaman, un tanto pomposamente, Sol. Tremendamente agotado, saco de la despensa un sobre de sopa de lucero del alba, la preparo, la sorbo de la cuchara con los párpados entrecerrados, y me voy a la cama a dormir. No soporto la luz natural, no se ve nada.
Collage de Larry Carlson |
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