¡Dejadme respirar! Eran una legión de palabras que, encaramadas en el colchón, me miraban en ademán impaciente esperando como polluelos hambrientos que las colocara con un cierto orden y significado en el texto. Gustan que una imagen las acompañe como un horizonte posible de lo que fueron cuando campaban libremente por ahí. Esta urgencia que me piden es, seguro, una rémora. Por eso primero las reúno en torno mío y les cuento el plan de trabajo diario incluyendo en primer lugar todos esos actos que he de ejecutar, tranquilamente, antes de ponerme a jugar con ellas. Ducharme, desayunar, adecentar la habitación mínimamente... es una estrategia para ganarles tiempo. Mientras me ocupo de estos asuntos cotidianos suelo verlas cuchicheando entre ellas o trasteando en las páginas de algún libro. Tampoco es infrecuente que se peleen: no hace mucho descubrí a las palabras alma y mater discutiendo (a tal efecto se escondieron en una maqueta del Coliseo), a voz en grito, la supuesta autoría de un discurso de Cicerón en el senado de Roma. Les afeé su conducta obligándolas a disculparse y a que vayan siempre de la mano si es que quieren hacerse protagonistas en algún discurso.
¡Dejadme respirar! les susurré aún medio dormido y una de ellas, la palabra émulo, levantó tímidamente la manita y muy en su papel, dijo:
-Yo quiero ser como usted, o mejor-.
- Le contesté, - Muy bien. Para empezar friega los platos-.
Ha vuelto tarde al salón pero a tiempo de entrar en el texto.
Llevaban unos días sin fregar.
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