La batuta señaló con precisión el lugar en que el impacto del guantazo debía caer. En el primer movimiento todo era ambiental y fogoso, los segurísimos violines volaban hacia el famoso motivo de Beethoven, preludiando su llegada mientras tú me cruzabas una mirada furtiva por el pasillo, a medias sensual y conminativa de no se sabe qué. Yo te la devolví con una nota ruda y seria de contrabajo. El pizzicato de las violas en el adagio evocaba ese viento confuso que precede a una tarde de tormenta, cuando te dije, con la serenidad del que quiere que las cosas se arreglen:
- Justo ahora comienza el presto, con un frenético diálogo entre la cuerda y los vientos, es posible que el triste canto de las trompas nos conmueva demasiado. Hasta el punto de besarnos y quién sabe qué más-.
El maestro Baremboim marcó el momento y el lugar. Fue en toda la boca. Cuando el concertino de violín comenzó, con un hermoso si bemol, el soliloquio final. Creo que te pasaste. Fue un tortazo sinfónico lleno de armónicos y matices. Salí de tu casa con el disco entre las piernas. Te podías haber apiadado, un poco, de un melómano sin brazos.
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