Para ser un buen cínico no es suficiente serlo, hay que parecerlo, sin asomo de duda. La mejor manera, por sencilla y efectiva, es afectar una seriedad absolutamente falsa. El cinismo se diseña con un criterio de consideraciones estrecho, frente a una realidad que le desmiente. Viste, no obstante, ropa con un cierto vuelo intelectual. Ropa no lo suficientemente ancha para ser filósofo, ceñida al talle en algún lugar estratégico, para disimular algún defecto, y no parecer tampoco exactamente un poeta afeminado.
Su lema es: " Ríete de todas aquellas razones que estén fundadas en convicciones firmes." De aquella escuela donde Diógenes aprendió un poco de ascetismo y desprecio de lo mundano, esta escuela de hoy en día no ha cogido bien el hilo. Hace una interpretación de la historia universal, tan pobre, como grande es el ridículo que provocan. El cinismo consiste en este caso, en un sentimiento colectivo del ridículo, donde uno, el cínico, con su pose impostora, hace el ridículo mientras la mayoría simple de las personas observa con un cierto bochorno, el deambular de su pluma entre la barbilla y el hombro derecho. Cuando salen de la escuela, a sus respectivas ocupaciones o especialidades, ya sea en el ámbito de la prensa escrita, como críticos, quizá en la radio; de ninguna manera han tenido tiempo de leer con aprovechamiento y por tanto son unos lectores de la realidad muy dispersos, torpes para la maceración lenta del análisis.
Una segunda vida de sportman o tahúr les puede compensar del terrible sopor que suponen las reuniones de carácter social y de la idiocia que comporta estar ideológicamente sujeto a una escuela de reverendos sociólogos. Mientras leen nadan y guardan la ropa. Hay que mojarse un poco, pero al final no es tanto.