miércoles, 28 de marzo de 2012

LA VERDADERA HISTORIA DE LOS PECES BLANCOS DE PÁTZCUARO, de Max Aub

    En aquel tiempo los chinos creían que los peces eran almas fugadas. Inmóviles, los miraban hora tras hora. Y si un pez atravesaba su imagen reflejada tenían el convencimiento de que aquel animal era parte de su propio ser. Supongo que el mito de Narciso tiene cierta relación con esto.
    Viéndolos, quietos, frente a frente, sin pestañear, años y años, ganaron aquella impasibilidad de los músculos de la cara que ha llegado a caracterizarlos. Y de tanto sol se pusieron amarillos. En esa contemplación, los mejores llegaron a perder el conocimiento de sí mismos. Nadie pensaba entonces que el hombre fuera medida del hombre, sino la medida de los peces. De eso no supieron ni Confucio ni Mencio, ni Chountzé, ni Tseyou, ni la reina Nancia, ni su marido el duque, ni el barón de Kan Ki de Lou. Es una historia muy anterior: cuando los peces inventaron la palabra melancolía. Entonces Poseidón era todavía un dios muy poderoso, tanto o más que Zeus, y no sólo reinaba sobre el mar, sino en las entrañas de la tierra. Lo dice Homero, aunque sólo habló de oídas, tiempo después. Poseidón - el don de poseer- era entonces, todavía, el rey de los temblores. Por eso se llama Enochtithón, el que conmueve la tierra. De Enochtithón a Tenochtitlán, no hay más que un soplo. Pero no adelantemos acontecimientos.

    En esa época, tan lejana que nadie se acuerda de ella, el lago de Pátzcuaro -que no se llamaba todavía así ni de ninguna manera- estaba triste, sin peces. Al agua le gustan los peces porque le divierten y hacen cosquillas en la espina dorsal de la Tierra. Se los pidió a los ríos y a los mares, pero ni unos ni otros podían llegar a él: estaba demasiado alto. Hubo grandes tormentas en la mar, pero a pesar de todos los esfuerzos de las olas y espumas, éstas se quedaron a medio camino. Así se formó, entre otras cosas, el golfo de California. El río Lerma y el río Balsas intentaron llegar a él, con la ayuda de sus hijos, el Tepalcatepec, el Caracuaro y el Tacámbaro - que tampoco se llamaban entonces así-, pero tampoco pudieron. Entonces el Viento le dijo al Lago que sólo los hombres podían traerle peces. Pero el lago no sabía qué eran los hombres, ninguno se había mirado en sus aguas. El lago se moría de quieto. El Viento que en él se posaba le tuvo lástima y fue un día a contárselo al Emperador de la China. Pero el Emperador, sublimado de honra y dignidad, no le oyó, y lo remitió al dios de la Literatura y a su vez éste al de los Exámenes. Pero debido a la gran burocracia china, El Viento tuvo que ir a contárselo al portero del ministerio, siguiendo un estricto escalafón. El portero se lo comunicó al mozo tercero, y éste al segundo, pero a éste se le olvidó. No importa, porque el viento tiene poco que ver con esta verdadera historia.


    El Emperador de la China tenía mil peces negros en un vivero de jade. El Emperador de la China, vestido de seda negra, se pasaba las tardes sentado frente al estanque verde viendo el ir y venir de sus peces negros. El Emperador de la China solía tener el humor negro, porque desde hacía algún tiempo, sin que ningún filósofo alcanzara a saber porqué, algunos peces nacían con una o varias pintas amarillas. El Emperador hizo llamar sabios de todos los lugares de la tierra. Llegaron hombres de infinita sabiduría desde las márgenes del río Azul, del Imperio del Tíbet, de los monten Kuensún, del Indostán, del Misora, del Coromandel, del Penjab y de los montes de Cabul, del Laos y de Thap-muir, del Turkestán. Fineses, tártaros, mongoles, tungusos, turcos, turanios, de los valles del Ural, de las laderas del Altai, de las riberas del Éufrates. Vino el propio escultor que había labrado la estela de E-Anna-Du. Y un embajador del rey semita Urukagina.


    No se pudieron poner de acuerdo acerca del extraño fenómeno. Las razones fueron muy variadas, según las informaran el interés, el halago o la ciencia. Sin embargo, dos fueron las causas más generalizadas en las que basaron sus especulaciones acerca de las escamas amarillas: el Sol y el Oro.
   De ahí nació una de las controversias místicas más enconadas acerca del alma de los peces.

    Los puntos extremos fueron sostenidos respectivamente por las escuelas Chan y los de una escuela tibetana cuyo nombre exacto se ha perdido. Los representantes de esta última, tenían en menos el mar y las aguas y afirmaban que los peces eran seres inferiores. Posiblemente eran materialistas, y acabaron todos en el patíbulo, menos Rhan y Po-Vu, los grandes maestros, que fueron echados al tanque de las lampreas; pero éstas no se los quisieron comer. En ello vió el Emperador una seña de la clarividencia divina. Entonces se los llevaron, con gran prosopopeya, al mar, donde los tiburones no les hicieron ascos. Pero todo esto sucedió después del concilio de Pekín, años más tarde de los que estoy refiriendo.
    La cuestión esencial de las escamas doradas quedó sin resolver. Los guardianes fueron torturados. Lo-Si-Tan suponía, con cierta verosimilitud, que alguno de ellos, resentido con el jefe de los viveros, había pasado subrepticiamente un pez dorado a la balsa de los Peces de la Noche. Mas no se pudo probar. Siguiendo el consejo del tercer ministro, el Emperador promulgó una ley mandando matar todos los peces que tuvieran aunque sólo fuese una sola escama amarilla, en cien leguas a la redonda. A los tres meses volvieron a nacer, de padres negrísimos, algunos pececillos con escamas doradas.
   Entonces Fu-Nu-Po, el famoso desterrado, envió al Emperador una largo razonamiento que empezaba diciendo:
  "La noche es larga, pero no interminable. Las nubes se deshacen en los almendros y las flores miran las nieves eternas de tus montañas lejanas.  
Los pájaros se miran en las aguas quietas de los lagos y bajan raudos creyendo encontrar el amor.
Luego vuelven a subir más lentos tras haber formado los círculos de la sabiduría y del desengaño, que van a morir en las orillas.
     ¡Oh poderosísimo monarca del mundo!
Todos los seres miran, el universo está lleno de miradas y aparece cruzado por ellas, rayado de mil modos.
    Los peces tienen ojos y ven. Mas tus peces -los que tu tienes encerrados- no pueden sino ver el jade que los rodea y tienen que reconcomer sus propias miradas. Y, sabido es, el verde es el color de la envidia, que degenera siempre, y más en el otoño, en amarillo.
En eso no se parecen a tus cortesanos que no ven más allá de la punta roma de sus narices."
    Los cortesanos protestaron, pero el Emperador hizo construir un enorme vaso de cristal para que sus peces pudieran ver el mundo. Así se inventaron los acuarios. Pero de nada sirvió. Las escamas doradas siguieron apareciendo y el Emperador, sobrado de razón, mandó ajusticiar al poeta que, gracias a su escrito, había regresado a la patria.
    "Todo hecho tiene una base real." Éste era el lema de una famosa escuela filosófica de Ur. El Emperador hizo venir al más conocido maestro de esta doctrina. Pero el filósofo declinó la invitación (pudo hacerlo porque todo un mundo le separaba de la fuerza del Emperador de la China) y recomendó que se consultara a un historiador.
    En China no sabían lo que era un historiador. Entonces buscaron al hombre más viejo de la capital, que era un mendigo. Lo trajeron a palacio. El pobre, apergaminado como una pasa. Todos los agüeros eran favorables: el Gavilán a la izquierda y la Paloma a la derecha.
   Los ministros empezaron a interrogarle, el mendigo tenía buena memoria. Recordaba el tiempo en el que trajeron los peces, en siete lunas distintas. Cada especie de un color. Peces blancos, peces negros, peces rojos, peces dorados, peces rosas, peces grises y peces moteados, peces con pecas. El abuelo del abuelo del Emperador los hizo venir de todos los mares y de todos los ríos y fue feliz con ellos. Un día el hijo del hijo del hijo, padre del actual Emperador, tuvo un sueño: los peces blancos se marchaban hacia el Norte y se lo llevaban arrastrando entre hielos. (El Emperador mandó matar a todos los peces blancos. Tirándolos en el campo. Y no se volvió a saber de ellos hasta que se descubrió el nácar, y empezó a utilizarse para incrustar cajas y biombos y hacer botones.)
    El Emperador mandó ajusticiar al mendigo porque los sabios no supieron sacar nada en claro de cuanto contó y seguían apareciendo escamas doradas en los lomos de los peces negros.
    El Emperador murió, y nadie sabía por qué los peces negros procreaban a veces peces moteados de oro pálido. La verdad, como siempre, estaba del otro lado del mar. Pero Poseidón, enojado por haber sido relegado al Mediterráneo, no dejaba pasar noticias.
    La cosa fue que muchos años antes de que todo esto sucediera hubo una gran sequía y los hielos empezaron a retroceder hacia el extremo norte de la China. El guardián de los jardines del Emperador era un famoso guerrero, más conocido por su apetito nunca saciado que por sus empresas. Gran comedor de osos blancos y de focas lustrosas, solía salir a cazarlos cada día, y los mataba con su potente brazo armado de una gran lanza. Cuando los hielos se fueron retirando hacia la gran estrella fija, inalcanzable y siempre viva, el guardián de los jardines del Emperador pidió permiso para seguirlos; según dijo para ver adónde iban a parar, pero en verdad de verdad para no perder su alimento favorito. El fornido guardián se llamaba Ku Ri Le y marchó tras los hielos con lucida compañía. Llevó a su mujer y a sus hijos, a numerosos criados y a cientos de parientes en segundo grado.
    Ku Ri Le tenía un hijo predilecto, de su décima mujer, que se llamaba A La Ka. El niño se había criado en los jardines del Emperador, y había hecho gran amistad con los peces. Cuando supo de la partida se quedó triste pensando que ya nunca vería a sus amigos dar vueltas y revueltas, y, sin decirle nada a nadie, puso en una de las sillas de mano, adornada con incrustaciones de nácar, un gran recipiente y en él varias carpas, las que más le gustaban.
    El viaje duró dos años, a través de la China y de la Manchuria. Ku Ri Le era feliz entre tanto desierto helado. En aquel tiempo hacía tanto frío que nadie sabía si pisaba agua o tierra. De cuando en cuando sobre la enorme extensión blanca aparecían los picos duros y negros de las montañas. En una de ellas dejó su vida Ku Ri Le. Pero sus hijos - que ya tenían muchos años- siguieron adelante olvidados de cualquier otra clase de vida. A La Ka era feliz con sus peces, a pesar de que sucedió con ellos un extraño fenómeno: cuando estuvieron rodeados de hielos por todas partes las carpas empezaron a perder su color y volverse más finas y transparentes. Por aquellas tierras murió también A La Ka y, como sólo él sabía Geografía, los demás se encontraron perdidos. Sus descendientes decidieron volver a la China, que ellos no habían conocido, y empezaron a bajar hacia el sur. Transcurrieron años y años, y así fueron descubriendo los árboles, los colores y las praderas floridas. De tanto sol el color se les volvió bronceado. Hablaban ya un idioma propio que los chinos no podían entender. Sólo su arte conservaba rastros del de sus antepasados. Llegaron a un país encantador, lleno de lagos, y decidieron, ya perdida la esperanza de llegar nunca a China, quedarse siempre allí, porque las mujeres protestaban de tanto y tanto andar. Llevaban ya muchos peces, que ellos consideraban sagrados por ser, como ellos, descendientes del gran imperio del cielo. Los echaron a los lagos y en recuerdo a sus emperadores los llamaron Kan que también quería decir en su nueva lengua: lugar (Rey y lugar -lugar del Rey-.) A los peces los llamaban Mi Chi que con Hua (afijo posesivo) vino a dar Mi Chi Hua Kan: lugar de los peces.
    Mientras en los jardines del Emperador de la China, las carpas se acordaban todavía de A La Ka, porque las carpas chinas viven miles de cientos de años, y recordando al que se fue hacia el Norte, tras los hielos, llevándose las más hermosas de sus hermanas, en sus largas noches, empezaron a componer cantos y canciones en los que se narraban las aventuras de los idos. Entonces inventaron la palabra melancolía. Los peces negros oyeron los cantos de las carpas y les nacieron escamas doradas. Cuando se supo, porque todo acaba por saberse, el Emperador- hijo del hijo del hijo del Emperador- mandó arrancar las lenguas de las carpas. Desde entonces los chinos dicen: "Mudo como una carpa."
     El Emperador empezó a hablar:
    -¿ Dónde queda Michoacán?- porque era un poco duro de oído y confundía los sonidos.

    -Del otro lado del mar.

    -Allá iremos.

    -No puede ser -le dijeron-; los hielos se fueron y ahora no se puede pasar.

     Entonces el Emperador de la China mandó construir una gran escuadra.
  Pero los peces de Michoacán se habían vuelto nacionalistas. Empezaron por inventar el esdrújulo para marcar su independencia  sobre las lenguas antiguas. Así nacieron los nombres refulgentes de sus ríos: Tacámbaro, Camécuaro, Cupítero. Y el de sus pueblos: Pátzcuaro, Puruándiro, Yurécuaro, Zitácuaro, Queréndaro y Acámbaro.
     Cuando los pájaros trajeron la noticia de la próxima arribada de unos extranjeros, los peces blancos y transparentes del lago de Pátzcuaro decidieron defenderse y recurrieron a las serpientes. Éstas bajaron a los infiernos y consiguieron firmar una alianza indefinida con los señores del fuego, en recuerdo de Tenochtitlán. Y así nacieron, como bastiones naturales alrededor de su lago, los volcanes que hoy se ven: al norte: Triguindín, Quinceo y Cirate; al este, Tzinzunzán, al oeste, Patambán y Tancítaro; al sur, Jorullo, que necesitó abrir y vomitar fuego por doscientas cincuenta bocas para rechazar un ataque, todavía en el siglo XVIII. Hacia el segundo tercio del siglo XX, no se sabe exactamente en qué año, intentaron por última vez la conquista del sudoeste, y nació entonces el Parangaricutiro.
San Juan Viejo de Parangaricutiro
    Es posible que todo esto suceda por falta de información y que cuando los peces blancos de Pátzcuaro sepan exactamente lo que desean los peces chinos, la paz reine sobre la tierra.
     


Cinco siglos igual by Dirk Van Esbroeck on Grooveshark

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