TIEMPO DE GUERRAS PERDIDAS (I) de Caballero Bonald
La primera vez que vi el mar fue en Sanlúcar de Barrameda, el verano anterior al comienzo de la guerra civil. Lo sé porque ese mismo año hice la primera comunión y mi conducta antes y después de la ceremonia fue tan deficiente que me amenazaron con privarme del veraneo. Aunque la amenaza no era exactamente viable, a mí me pareció tan despiadada que hice toda clase de méritos para que no se cumpliera. El asunto tuvo sus prioridades tragicómicas. Yo, de niño, tenía el pelo rubio y ensortijado y, de acuerdo con esas presuntas señas alegóricas, el capellán del colegio de los Marianistas me había elegido como heraldo seráfico de la función, o sea, que debía abrir el desfile de los comulgantes portando una vela rizada y, lo que era peor, un ramito de azucenas que debía depositar al pie del altar. A mí todo eso me traía a mal traer, sobre todo por lo que el papel de angelito tenía de aniñado, y no hacía más que pensar como librarme de semejante bochorno.
Así que la misma mañana abrileña en que iba a celebrarse la primera comunión me levanté más pronto de lo debido y, sin encomendarme a Dios ni al diablo, procedí a teñirme el pelo con un trozo de carbón y a planchármelo con un cepillo empapado en tragacanto. La operación me dejó literalmente impresentable y, cuando mi madre se levantó y me vio de aquella guisa, apunto estuvo de sufrir un soponcio. Ella no tenía la garganta preparada para levantar la voz, y nunca lo hacía, pero aquella vez prorrumpió en exclamaciones demasiado agudas que la dejaron seriamente afónica. Me tuvieron que enjabonar la cabeza a toda prisa, con lo que recuperé mi estado normal, y pudimos llegar al colegio sin mayores tropiezos. Lo único que andaba mal era mi ánimo y me sentía tan furioso y sublevado con el mundo que tuve la absoluta convicción de que iba a comulgar en pecado mortal. Ignoro si me arrepentí en el momento preciso, o no me arrepentí en ningún momento, pero en todo caso me resigné a hacer la comunión con la debida compostura. Lo peor vino después.
J.M. Caballero Bonald
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