Suelo salir con un arsenal de sonrisas en el bolsillo del pantalón aunque sea para ir a comprar el pan. Nunca se sabe cuando puede ocurrir el milagro, ese instante de gozo sereno o súbita armonía en que las sonrisas salen solas y caen como agua de mayo sobre la superficie imperfecta y única de las cosas y las coronan con la gracia de la sencillez. Lo normal es que todo discurra sin demasiados sobresaltos y las horas se deslicen como un gusanito, dejando un rastro de gelatina color rosa furcia...o se paseen a veces como un señor en pelotas por su casa con las gafas de cerca en decaída pose sobre una nariz sibilina en busca de un libro de Habermas. ¿Cómo puede no saberse donde se ha puesto el dichoso volumen sobre democracia deliberativa, es decir, metafísica, de Jurgen? Denota una conducta guarra, de intelectual desnudo del aparato crítico pertinente para evitarle el desagradable espectáculo de su cuerpecillo de perro desahuciado, a la vecina del cuarto be, que comenzaba ya a apreciar, por cierto, en usted, su cara de reloj de pared.
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Las sonrisas pesan poquísimo, tienen algo de esa gracia absurda que ostenta la margarita que de puro bonita parece tonta, y, una mínima parte de maldad; vecina seguramente más de la ignorancia que de la mala leche, sin perder la malicia, eso sí, porque el fundamento de la sonrisa de bolsillo, sin necesitar evangelio ninguno, se rige por reglas estrictamente matemáticas, fuera de las cuales, una conversación amable podría convertirse en un escollo dialécticamente insalvable con la participación de un tercero que ejerce de moderador fingiendo saber que se sabe de lo que se está hablando, y que acabaría muy seguramente con la muerte del moderador y el comienzo de una amistad sagrada entre los litigantes.
Es mil veces preferible tener un abanico de sonrisas modesto, antes que fingir alguna, por una razón de higiene: las sonrisas falsas en el bolsillo se atrofian con mucha facilidad, como el insecto palo, y cuando uno las saca para utilizarlas con la confianza que da, también, tener lo dientes impecables, acaban pareciendo ridículas muecas del destino que provocan una hilaridad escandalosa, porque sobre la inmaculada sordidez de los asépticos dentellones lucen dos labios de lechugino incapaces de formular ideas claras y distintas. La sonrisa cartesiana, basada en la sinceridad de una lógica perentoria pero segura, es muy válida y sólo hay que repetir la fórmula mágica "Pienso, luego sonrío..." un par de veces para que salga bien, todo esto teniendo en cuenta que una buena sonrisa puede ser desmentida de inmediato por la policía o por un comisario de exposiciones pictóricas.
Dibujo y collage de Marcel Bohumil, Vía
ja, ja ja y ja. Me he reído mucho con las piernecillas delgadas de Tàpies. El texto es buenísimo y el intelectual amarillo no tiene precio.
ResponderEliminarSalud
Francesc Cornadó
jeje...gracias estimado Francesc, ya ve, no sé cómo, pero veo híbridos, o como dice Nicanor Parra de sí mismo, embutidos de ángel y bestia por todas partes. En este caso Tàpies, lo sería de top model y jugador de bolera.
ResponderEliminarSaludos
Manuel
Fabuloso el intelectual espantavecinas. Si es que las deliberaciones habermasianas son como embelesarse con el descenso de las pesas de un reloj de pared, que tardan un día en bajar. Eso sí, sin cuco, porque para este intelectual, parece que sólo una sonrisa cartesiano-giocondina (que sonríe pero no, que es mueca y no lo es, siempre silenciosa) denota que se está pensando.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias te sean dadas y con doble felicitación por el fino sentido del humor que destilas, amigo Miguel Ángel. Recuerdo que le dieron al señor Habermas el príncipe de asturias hace unos cinco o seis años, y se encargó de hacer el discurso como portavoz de los premiados: dijo algo así como que el sujeto moral o la persona de ética raigambre ni siquiera en su casa se permite lo que jamás se permitiría en la ajena, se me quedó grabado eso, sobre todo dicho por un alemán, porque por desgracia, ellos se han distinguido por estar bastante locos pero a costa de los demás, así que como medida ejemplar lo he paseado en pelota picada por el salón, condenándolo a continuar con la lectura de Habermas si no quiere haber de menos.
ResponderEliminarUn abrazo
Manuel